En esta hora solitaria del atardecer, cierro los ojos y vuelvo la mirada al pasado, y rememoro las horas que pasé sentado frente al pupitre de la escuela primaria, deletreando sílabas, leyendo las primeras lecturas del libro de primer grado, aprendiendo matemática, lenguaje, ciencias naturales, ciencias sociales y tantas otras materias, a medida que los años me iban aproximando a séptimo grado y al adiós definitivo de la escuela. Y al cerrar los ojos también recuerdo a personas que esculpieron mi carácter, formaron mi voluntad, me educaron y me señalaron un rumbo con su ejemplo y dignidad. Personas como las hermanas religiosas –Hna. Inocensa, Hna. Joela...-, las directoras y maestras –como
Pienso en
aquel pupitre de la
Escuela Parroquial Santa María sobre el que lloré las
lágrimas del primer día de clase, tímido y vergonzoso de verme rodeado de
nuevos compañeros y tener que hablar en público; sobre el cual también lloré
emocionado cuando el último examen de séptimo grado significaba llegar al final
y emprender la despedida: recibir el diploma y decir adiós para siempre. Y
cerrar la puerta a una etapa de mi existencia en la que debía guardar palabras
tales como “cuaderno único”, “cuaderno borrador”, “tinta china”, “clase de
religión”, “recreo”, “guerra de tizas”; y empezar a olvidar canciones que nunca
pude olvidar y que todavía, de vez en cuando, tarareo en voz baja embargado de
nostalgia; y decir adiós al guardapolvo blanco; dejar de escuchar la campana,
su eterno lagrimón de bronce llamando a formar a fila; y a veces, a cantar el himno... En una
palabra, empezar a convertir todas aquellas hermosas vivencias en recuerdos
inolvidables.
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