Aprendimos a vivir sin tener en cuenta que los recuerdos no mueren. Nos
formamos en el andar de la vida dejando en el camino del ayer historias que
luego lamentamos haber perdido. Acontecimientos cotidianos que delinearon
nuestro carácter, que forjaron nuestra voluntad sobre el yunque de la
existencia, con martillazos de alegrías y tristezas, o que nos hicieron hombres
dándonos una lección. Pequeñas vivencias, que de tan sencillas, simples y
triviales, en la niñez y juventud, nos parecían hechos insignificantes, sucesos
a los que no vale la pena tener en cuenta siquiera.
Y así, en el diario vivir, en el minuto a minuto, olvidamos una palabra
dulce dicha al oído por un ser querido, un gesto o un abrazo fraterno, una
caricia, un consuelo, un beso suave y tierno, un te amo de alguien que con los
años dejamos de amar, y hasta, a veces, un adiós que nos hizo llorar. Perdimos
en la vastedad de la memoria, inmersos en la era del consumismo, imágenes de la
colonia que un día fue una localidad distinta, con casitas de adobe y hornos de
barro y chimeneas humeando aroma a pan casero horneado en frías madrugadas de
invierno; con mamá, papá, la abuela y el abuelo vistiendo ropas tradicionales
que nos parecían anacrónicas y fuera de moda; con sus tradiciones y costumbres
que le conferían identidad; con sus campanas en la torre de la iglesia tocando
a rezar el Ángelus o llamando a asistir a misa; con sus procesiones solemnes y
fastuosas; sus fiestas religiosas: Kerb, Pascua, Navidad... y el Pelznickel
deambulando en Nochebuena por las calles de tierra, buscando ingresar en las
viviendas para castigar a los niños que se portaron mal durante el transcurso
del año.
Olvidando,
a medida que crecíamos, los sueños soñados en largas tardes de verano sentados a
la vera del arroyo pensando en un mañana en el que regresábamos al pueblo
convertidos en profesionales para prestar un servicio, hacer realidad proyectos
comunitarios para hacer crecer el poblado, educar la comunidad... Pero nos
fuimos yendo sin darnos cuenta, dejando en algún rincón de la colonia
enterrados los sueños tan anhelados. Y ajenos a todo, en ocasiones residiendo
en otra localidad, nos enterábamos como iban desapareciendo las cosas donde
alguna vez jugamos e imaginamos las ilusiones que no llevamos a cabo nunca; y
como se iban yendo, lenta pero inexorablemente, seres que amamos y que jamás
volvimos a ver. Personas, cosas y ambientes que los años y el progreso
sepultaron en el sitio donde se guardan los tesoros que se desentierran en la
vejez, cuando ya es tarde para volver a ellos, cuando la nostalgia y la melancolía
nos hacen ver la realidad y descubrir cuan equivocados estábamos cuando
pretendimos olvidar nuestro pasado nada más porque era diferente, porque tenía
acento alemán, porque... tantas pero tantas cosas, que aún sin darnos cuenta se
nos escapa una lágrima, un llanto profundo, que surge desde lo más hondo del
alma, añorando la ausencia de una época que no volveremos a vivir y que, en
algunos momentos, no supimos o no quisimos valorar y amar en su justa medida.
Tan ciegos estábamos de progreso, obnubilados por las luces de las ciudades,
que en más de un caso nos quitaron lo único verdadero que teníamos: la
identidad.
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