Por
Carlos Castro Saavedra
En
las noches más frías y en los días más ardientes, es cuando más se ama la
albañilería, y cuando más se siente sobre el cuerpo y aún sobre el alma, la
sombra de las casas, el amor de los muros, la caricia de las piedras labradas.
Ningún
oficio tan alto y tan noble como la albañilería. No tiene alas visibles, pero
es el más alto y el más alado. La albañilería toma la tierra del suelo y la
levanta, y lo mismo hace con los ladrillos: los pone a las alturas. No se cansa
de subir, de hacer música mientras sube, de materializar anhelos y poder soñar,
unos minutos, que su fuego nunca será esparcido por el viento.
Claros
y bellos son los albañiles, con sus cabellos al viento, con sus camisas
ondeantes, con sus pantalones remangados hasta la rodilla, con su olor de
tierra húmeda y su fragancia de madera aserrada, con su golpe en la nube que
pasa y oscurece un momento las plomadas y los andamios.
Trabajan
en sitio más alto y lo hacen con amor, aunque el pan es escaso en sus mesas.
Mientras unen con argamasa palpitante, silban una canción. Caminan por las
tablas tendidas de uno a otro extremo de las construcciones, y las hacen
temblar con los pies anchos y embarrados.
Dios
los contempla desde arriba, desde más arriba, y les lava los rostros con
llovizna y con brisa.
La
campana debe a los albañiles su morada, su nido en la cima de la iglesia. La
estatua debe a ellos su pedestal, la fábrica su chimenea activa y progresista.
Los albañiles dejan en las construcciones lo más hermoso que éstas tienen: el
resplandor humano, la huella de los dedos, el rastro de la sangre. Los
materiales que los albañiles tocan se iluminan con la luz del hombre, que es
insustituible y a la vez fuente inagotable de ternura.
¡Santos! Entregando su salud sin miedo, con valentía, POR AMOR.
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