Una cocina a leña, bosta de vaca para
quemar y calentar el ambiente, una mesa larga de madera, una banco contra la
pared, una alacena antigua, unos cucharones, sartenes y cacerolas colgadas de
la pared, una carpeta tejida a croché y sobre ella un adorno, una pava siempre
hirviendo, con a punto para cualquier menester: desde tomar mate hasta
desplumar una gallina.
Mi madre yendo y viniendo. Lavando ropa.
Cocinando. Siempre trabajando. Cantando
en alemán. Feliz. Y en las noches rezando su rosario de perlas negras. Murmurando
plegarias. Mirando el mañana. Seguramente soñando un futuro mejor para sus
hijos pobres. Para sus hijos que, a los diez años, ya laburaban a la par de sus
padres.
Esos son los recuerdos más entrañables
de mi infancia.
Jugando con mis hermanos a los Koser,
Loftipier y otros juegos tradicionales, más otros que inventábamos nosotros
imitando las tareas rurales. Trepar árboles. Husmear los nidos de los pájaros.
Cazar peludos para comer. O perdices. Y hasta palomas cuando la malaria era
grande. Libres. Felices a pesar de la escasez de todo. Siempre corriendo. Por
la colonia, por las calles de tierra, detrás de los carros, metiéndonos, sin
permiso, en las quintas de los vecinos para robar alguna sandía. O corriendo
por el campo, cazando mariposas, atrapando bichitos de luz. Jugando siempre
jugando. Pobres pero felices.
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