Muchas noches vi llorar a mi madre
mientras cenábamos lo que había. Poco y nada. Lloraba en silencio y en secreto;
pero yo me daba cuenta. Veía su rostro triste, sus ojos húmedos y sus labios
orando a Dios para que nos conceda una comida decente. Pero nadie la escuchaba.
Estaba sola con nosotros cinco, sus hijos. Papá murió cuando éramos muy chicos
y mamá muy joven.
Nos sacó adelante sola. Sufriendo mucho.
Trabajábamos en un tambo: mamá y todos sus hijos, hasta el más pequeño, de ocho
años. Todos ayudábamos a ordeñar. Nos levantábamos a las cuatro de la mañana. Con
unas heladas que partían la tierra. Titiritábamos de frío. Las manos se nos
congelaban. Algunos de mis hermanitos lloraban de dolor; pero no quedaba otra:
había que trabajar; teníamos que ganarnos la comida.
Así estuvimos muchos años. Hasta que
fuimos creciendo y entre todos los hermanos pudimos darle una mujer vida a
mamá. Le compramos una casa. Comida digna. Las cosas comenzaron a marchar
mejor.
Mamá hacía quinta en el fondo de la
casa, no podía estar sin hacer nada. Era feliz. Reía. Cantaba.
Pero un día los hermanos comenzamos a
casarnos. Era natural. Primero uno, después otro… Mamá lloró cada boda como si
fuera un duelo porque con cada boda se iba quedando un poquito más sola. Y un
día, efectivamente, se quedó sola. Totalmente sola en la casa. Fue cuando se
casó el último hijo soltero. Quedó desolada. Huérfana. Desamparada. ¡Y nunca
volvió a sonreír!
Q TRISTE
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