
El joven que solicitaba con un solemne
ritual la mano de una muchacha, sabía que no podría ofrecerle ni riquezas ni
más comodidades que las comunes, fuera de sus brazos fuertes de labrador, y de
su espíritu de trabajo; y ambos, de común acuerdo, enfrentaban la vida como
viniera, sin hacerle preguntas, sabiendo lo que querían del futuro, y
sacrificándose sin titubeos, para conquistarlo. Y una vez que llegaban los
hijos, ellos eran el mejor incentivo para el trabajo. Los romanticismos no
contaban . . . sino en las leyendas de príncipes, que leían con tanta fruición
y les contaban luego a sus niños. A eso hay que añadir como en el caso de los
fundadores de las colonias, que apenas casados, iniciaban el gran viaje por
mares y tierras en busca de la felicidad y de un terruño en que pudieran vivir
con sus hijos.
Y una vez que llegaban los hijos –rememora
el Padre Brendel-, ellos eran el incentivo para el trabajo. Los romanticismos
no contaban… sino en las leyendas de príncipes, que leían con tanta fruición y
les contaban luego a sus niños.
El hogar era su pequeño reino –y el
único-, en que nada se hacía sin ella, y en que todo iba sincronizado alrededor
de su mandato y voluntad. La mujer, era la cohesión de todo aquello.
Una vez que sus hijas eran mayores, ellas
colaboraban activamente en los trabajos, aprendiendo la conducción del hogar de
la mejor de las maestras: su madre. En las colonias no se concebía una muchacha
casadera, que no supiera cocinar, y conducir una casa. Ningún hombre hubiese
mirado a una muchacha así.
Por eso también, los hogares de los
alemanes del Volga, eran alegres y felices –sostiene el Padre Brendel-, tanto
en la presentación prolija de las habitaciones y dependencias, como en el
rostro de sus gentes.
Para comprender mejor la importancia de la
madre en el hogar, referiré una anécdota: un señor a quien se le había muerto
la esposa, a cuya ausencia no podía acostumbrarse, me dijo un día, en
confidencia: "Nunca hubiera creído, que ella era el lazo de unión de mi
familia... Ella tan pequeñita y menuda, que hablaba tan poco, era la cohesión
de todo, con su gran corazón... y desde que se fue todo se vino abajo... Ella
se lo llevó todo. Y pensar, que yo creía que sobre mis hombros descansaba la
unión de mi hogar... ¡Iluso de mí!".
Otro detalle ilustrativo de las madres de
los alemanes del Volga, son las viejas y amarillentas fotografías de antaño:
los cuadros de familia. Allí está ella, rodeada de la corona de los suyos,
llevando bien visible entre sus manos el rosario y su libro de Misa...
Sobre sus rodillas se aprendía entre
balbuceos el primer Ave María, y la torpeza de los bracitos infantiles dibujó
por primera vez el signo indeciso de la Cruz. Antes de que la familia se entregara al
reposo, la madre se aseguraba de que todos habían hecho su oración.
Los mayores en silencio, y los más
pequeños, cantando su oración en alta voz, bajo la atenta supervisión de la
mamá. Y cuando ya todo el mundo se había acostado, pasaba ella por las
habitaciones, rociando cosas y personas con agua bendita y pidiéndole a Dios
nos librara del mal.
Durante mi vida de estudiante y de
sacerdote –cuenta el Padre Brendel-, jamás llegué a mi casa, sin encontrar a mi
anciana madre esperándome junto al portón de entrada de la finca. Desde lejos
divisaba su batita blanca, y sabía que me estaba aguardando con cada auto que
pasaba por la calle. La bata de mi madre era para mí como la bandera de llegada
de todas las esperanzas. Y así, años y años de ansias de llegar, y de bata
blanca de espera, hasta que llegó el día, en que al regresar, el portón estaba
sólo, tan solo, como si le faltara toda mi infancia y juventud... y toda mi
vida.
Pero no les permitían que se casasen con criollo de otra descendencia , asi como si no pertenecia ala misma religión
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