Por Padre
José Brendel
Su natural fortaleza lo hacía peligroso. Se celebraba cierta vez un
casamiento de tantos, y todo el pueblo estaba congregado en el lugar del
convite, permaneciendo entre tanto todas las casas solas.
En los corrales de las fincas se mantenía una dotación fija de dos
caballos para el carruaje, los que hacían su burguesa vida, gordos y brillantes
de bienestar, juntos a los comederos de apetitosa avena.
Don Enrique se eligió un candidato en la fiesta, y desapareció del
lugar, para regresar con un pretexto cualquiera a las horas.
Cuando cerca de la medianoche la gente volvía a sus hogares, hubo en
una, voces de auxilio y gritos de miedo. ¿Qué había pasado? Cuando la familia
abrió la puerta de su dormitorio, halló a uno de sus hermosos tordillos junto a
la cama matrimonial, tocando casi el techo con la enhiesta cabeza. Al ver la
luz, el pobre animal se puso aún más nervioso de lo que estaba, y ensayó un solo
de patadas y relinchos en todos los estilos...
Para sacarlo de su difícil situación, hubo que romper el marco de la
puerta, porque el tordillo ni pialado bajaba la testa y quedaba siempre
atascado en ella.
Trabajaron toda la noche entre imprecaciones y risas, para librar al
animal, mientras delante de la casa, los curiosos encontraron más razonable
ponerse a bailar al son de un acordeón. Don Enrique había desaparecido, pero
siempre quedó en el misterio, cómo había hecho para entrar él solo al tordillo
bajo el marco de la puerta.
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