Por Jorge Alberto Gareis Lechmann
Dado a que no se
contaba con vehículos automotores, las visitas o amigos residentes en otras
aldeas se hacía en los carros rusos, a los cuales se les agregaba uno o dos
asientos más, según la cantidad de los viajeros.
Los niños
generalmente íbamos en la caja, donde se colocaba una frazada para no
ensuciarnos y el viaje resultara más placentero.
Los preparativos
ya se hacían el día anterior, en que se controlaba el estado del carro y en
particular las llantas metálicas, humedeciéndose con bolsas de arpilleras las
ruedas ya la noche anterior.
Sentir que se
iba a visitar a un pariente causaba en el seno familiar una gran alegría,
haciéndose interminable el paso de las horas.
Llegado el día
señalado, por lo general el domingo, se iniciaba el recorrido de un trayecto de
varios kilómetros a la mañana, bastante temprano, para llegar a destino con
tiempo y pasar la mayor cantidad de horas posibles junto a los seres queridos.
El regreso se iniciaba al atardecer. Todo el trayecto era de caminos de tierra.
Recuerdo con
mucha nostalgia los viajes desde nuestra colonia Grapschental hasta aldea
Brasilera, con paso obligado por aldea Salto, donde vivían mis padrinos Jorge
Stang y Lidvina Lechmann como así también visitar a don Enrique Leonhardt y su
familia. Estas localidades se encuentran en el Dpto. Diamante, en la Provincia
de Entre Ríos.
Se esperaban
días primaverales para realizar el viaje y por ello nunca faltaba sobre un
carro la famosa sombrilla, con la cual las mujeres se cubrían del sol. Las
mujeres además solían usar pañoletas multicolores para cubrir su cabellera. Los
hombres viajaban con sus gorras o sombreros al igual que los chicos.
Nadie se quejaba
por las condiciones del Viaje. Era lo que había. En el recorrido había una
diversión continua de los chicos, lo cual tornaba más alegre la excursión. Iba
en la caja del carro junto a mis sobrinos, hijos de mi hermano mayor.
Una vez arribados a nuestro destino, éramos recibidos
con mucha alegría por los parientes. Luego de los saludos, había que desatar el
carro y atender a los caballos. Darles de beber y comer. Dejarlos a la sombra
para que descansen, hasta la hora de iniciar el regreso.
Estos viajes se
hacían muchas veces con motivo del festejo de la fiesta patronal, aunque
también en el caso de algún acontecimiento familiar.
Las charlas
duraban varias horas. Cuentos y anécdotas de todo tipo. Mientras unos jugaban a
los naipes, por lo general al truco, otros jugábamos con lo que había o
salíamos a caminar por las calles de la aldea. A veces aparecía alguien con
acordeón y guitarra, para darle más alegría a la reunión.
A la hora de
comer, siempre había algún rico asado, aves de corral al horno, acompañado de
papas y batatas, junto al infaltable Füllsen (budín de pan). El pan casero de
molde, hecho en horno de barro, acompañaba el menú junto a ensaladas varias.
Masitas caseras y tortas de todo tipo endulzaban nuestro paladar.
La despedida era
realizada con efusivos besos y abrazos, con deseos de mucha suerte y pronto
regreso. Al rato la nostalgia ya nos invadía. Cansados nos dormíamos en el
carro en el retorno a casa.
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