Prof. Horacio Agustín Walter
El parque se
encontraba silencioso y gris en esa tarde de árboles deshojados. La suave
brisa se percibía en el vaivén de las hojas secas meciéndose en el suelo.
Algunos débiles rayos del sol penetraban la foresta iluminando en forma de nube
la propia humedad de la alameda. La frágil silueta de una mujer sentada parecía
constituir la única presencia viviente. Su camisa de color carmín con grandes
flores rosadas mostraba su espalda apoyada en el transparente respaldar de
aquella abandonada silla vienesa. Muchos metros más atrás un joven la observaba
en silencio. Escondido detrás de unos finos álamos plateados cumplía un rito
diario de mirarla con tanta atención como recato. Desde que la descubrió no
dejó de repetir su invisible visita. Esa vieja silla de patas de madera
redondeada que se unían en la parte posterior para formar el arco del respaldo,
constituía el único y mágico foco de su atención. El otoño se caracterizó por
sus días iguales de pesada humedad y de imperceptible llovizna, aunque nunca
una tarde luminosa. Y en la igualdad de esos días coincidía la presencia de la
mujer de la silla y del joven invisible de la alameda. Pasaba por las tardes
con el único objeto de reparar en la presencia de la mujer. En cada día,
recuperaba un detalle de su delicada figura. Una vez advirtió el color azul de
su pollera larga hasta el suelo que descubría, al azar, sus medias de marfil
calzadas en zapatos negros. Otra, el largo cabello oscuro sobre sus hombros. Y
así, el blanco pañuelo de seda anudado en el cuello por delante. Siempre, sus
manos sobre el regazo manteniendo un objeto que no alcanzaba a ver, como
tampoco su rostro. Esa imagen delgada y fina le fascinaba hasta el punto de
quitarle el sueño. Descubrir sus manos y su cara formaba parte de una atracción
irresistible. Nunca alcanzó a comprender el porqué de la presencia de la mujer
de la silla, a la que contemplaba durante las tardes casi siempre en la misma
posición. La estampa que observaba le llenaba su mente y lo obligaba a volver
hasta que, por fin, quiso conocer sus manos y su rostro, visión que se tornaba
en una dolorosa obsesión. Es por ello que una tarde decidió cambiar su ruta en
el parque y pasar por delante de ella para observarla de frente. Probablemente,
podría saludarla. Tal vez, conversar con ella. Sólo que al llegar al lugar de
sus sueños, encontró solamente la silla. Vacía. Sus patas de caña fina y su
asiento de esterilla deslucida por el tiempo, marcaba la gris ausencia de esa
tarde otoñal. Era una tarde diferente. La soledad total. Una suave e intermitente
llovizna se mezclaba con la humedad de sus ojos. La mujer de la silla ya no
estaba. Regresó en los últimos días del otoño. Cruzó por el parque en las
mañanas frías del invierno y en las luminosas tardes de la primavera. Repitió
su búsqueda entre los álamos, en los calurosos atardeceres del verano. No
volvió a aparecer. No obstante, la vieja silla vienesa, de madera de guindo,
con sus patas desnudas y la esterilla descascarada, seguía allí. Vacía. Con un
espacio ausente que lo enloquecía. A través de aquel respaldar transparente
observaba el mismo gris del otoño, las hojas secas viboreando por el suelo y la
fresca brisa que aún hacía flotar a las últimas hojas de los álamos plateados. No
regresó nunca más. Luego se supo que era escritor y que imaginó la imagen de la
mujer de la silla al punto del encantamiento que culminó con la edición de su
libro. Eso era lo que se decía. También, que antes de terminar su relato,
volvió al parque nuevamente, a la calle de los álamos. Fue en la primavera. El
perfume del follaje renovado creaba en el parque un ambiente que supo mágico y
especial. Nuevamente se encontró con la soledad de aquella silla vacía que le
cerró aún más su corazón. Al poco tiempo, en las vidrieras de las librería
apareció un nuevo título: ”La mujer de la silla”. En la contratapa se
detallaban los datos personales del autor, el carácter de opera prima y de su
final en un accidente callejero. Su madre lo editó en su recuerdo. Sólo tenía
cuarenta y dos años. También se supo que existía una mujer enamorada del
escritor. Un amor silencioso y callado. Cierto día, en su caminata por la
ciudad, descubrió el libro y lo compró. Con él en sus manos, muy cerca de su
corazón, se dirigió al parque para leerlo. Caminaba lentamente en la soledad
gris mientras pasaba, una a una, las páginas del libro. El interés se fue
transformando en emoción. A medida que avanzaba en la lectura, su paso se hacía
más lento y su figura más frágil. En un momento, descubrió junto al poste de la
luz una vieja silla donde sentarse para continuar le lectura. Los que la vieron
refieren que estuvo mucho tiempo sentada. Prácticamente hasta el atardecer.
Cuando dejó de leer, retuvo el libro con sus manos y las apoyó sobre su falda.
Su vestido azul, largo hasta sus pies, permitía ver solo el marfil de sus
medias y el negro de los zapatos. Una blusa carmín con flores rosadas
contrastaban con el pañuelo blanco y el brillo de su cabello oscuro bajo la
cenicienta luz del atardecer. El joven que refirió esta visión, volvió al día
siguiente para registrar esa imagen. Sólo encontró la silla. Era otoño.
El Prof.
Horacio Agustín Walter es Director de la Cátedra Libre de la Historia y
Cultura de los Alemanes del Volga en Argentina
No hay comentarios:
Publicar un comentario