
Y
así es, la colonia apenas fue fundada hace unos años y el trabajo de la
roturación de la tierra virgen se llevó los días y el tiempo libre para pensar
en comodidades. Porque como le van a contar dos o tres horas después “los años
vienen malos y la helada se ‘roba’ cosecha tras cosecha”.
“Estamos
peor que cuando llegamos” –le confiesan. “No sólo que no logramos obtener un
sólo buen grano de trigo sino que estamos muy endeudados con el gobierno”.
A
pesar de todo, el colono avanza con su enorme baúl de madera a cuestas. Camina
lento, agotado después de cruzar el océano en un barquito de papel y haber
transitado media Argentina en medio del humo y la tierra de un tren que corría
cruzando la pampa deshabitada.
Lo
reciben con júbilo. Le preguntan por la aldea natal, cómo están los familiares
que optaron por quedarse allá, por la situación social y política, con la
esperanza que el zar haya dado marcha atrás a los ukases que anularon el
Manifiesto de Catalina.
Les
cuenta, triste, sombrío, que todo sigue igual. Que el pueblo ruso va rumbo a
una revolución. Que cada vez hay personas que se conocen como socialistas. Que
la intolerancia va en aumento. Que casi todos los días hay manifestaciones
públicas en las que mueren varias personas en manos de los soldados del zar. Que
las aldeas del Volga se desangran de habitantes y que la mayoría ya emigró o va
a hacerlo pronto.
Que
ya no queda dónde regresar. Que ya no hay otra solución que vencer la indómita
pampa argentina y soñar esperanzados que, de una vez por todas, “este suelo les
de trigo y con él una patria, una vida tranquila y próspera para ellos y para
las futuras generaciones”.
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