En un ropero, en
una casa de adobe, ajada y antigua, dentro del bolsillo de un pulóver de lana
de la abuela, vivía una polilla. Había anidado allí durante la tarde de un frío
invierno, cuando la nieve cubría los patios de la aldea. Desde esa jornada pasaba
las noches destejiendo prendas. Nada
pudo con ella ni siquiera las bolitas de naftalina que la anciana distribuyó en
el ropero al descubrir su ropa llena de agujeritos. Ella vivía allí. Protegida,
cómoda y feliz. Su nombre era Motie.
Pero hete aquí,
que Motie tenía un secreto. En las noches de luna llena, cuando la abuela y el
abuelo dormían, abandonaba la seguridad de su escondite, y se iba a la ventana,
a soñar con su amado.
Su amado, en
esas misma noches de luna llena, también salía de su hogar, de entre las
confortables hojas de las flores del jardín, y se acercaba al a ventana, para
admirar a su amada y cantarle hermosas serenatas. Él se llamaba Krotie.
Motie y Krotie
eran de mundos diferentes. Los hombres dirían que los separaban las clases
sociales o la escala que ocupaba cada uno en el reino animal. Pero ellos no
sabían nada de clases sociales y tampoco habían estudiado biología. Solamente
sabían una cosa con total seguridad, que se amaban.
Y se amaron.
Como pudieron. Como les fue posible. Venciendo obstáculos. Pero nunca
quejándose de las diferencias. Porque los dos sabían que en la diferencia
estaba la fuerza de su amor: el amor de la polilla Motie y el sapo Krotie.
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