Por María Rosa
Silva Streitenberger
La colonia tiene olor a vida. A pureza. Aire
puro, liviano, fresco. Cada amanecer, junto con el sol, en el aire se respira
agradecimiento por la nueva alborada, por tener trabajo donde ir y ser útil.
Donde ganarse el pan, que tan bien sabe cuando está sazonado con honradez. Por
la tarde, el cantar de los pájaros sentados en frondosas ramas que dan sombra,
esa sombra fresca y reparadora que invita a una siesta, un momento de ocio
donde poder sentir satisfacción de lo que nos rodea. Cielo claro, azul como los
ojos más lindos y más tiernos; pasto verde, mullido sobre el cual reposar el
cansado cuerpo del trabajador, un arroyo de agua fresca y cristalina que nos
hace inefable compañía donde refrescarse del calor, donde pescar, donde jugar.
El sol, eterno testigo de la jornada laboral. Y al caer, al apagarse la luz del
cielo, se encienden las estrellas, con su silencio cómplice, diciendo que
debemos regresar a casa. Olor a rocío, a comida caliente que nos espera en la
mesa, más caliente el corazón que aguarda compartir el pan ganado con el sudor
y cansancio de los brazos. Ambiente de júbilo por compartir los acontecimientos
del día, risas, el ceño se relaja porque los problemas pesan menos cuando se
comparten y, hablándolos se resuelven o
se aclaran las circunstancias. Olor a familia. La familia que sembré en la
tierra de mi colonia, tan fértil y tan fructífera, que yo soy como la semilla
que siembro en esta tierra, cada día, si me llevan a otro lado me seco y muero,
porque mis raíces, bien profundas y firmes están acá, en mi pueblo, en perfecta
armonía con mi entorno.
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