
-Mis padres junto a
sus hijos producían y elaboraban casi todo lo que se consumía en casa. Tenían
quinta de verduras y frutales. Un horno de barro para hornear pan. Dos veces al
año carneaban una vaca y un cerdo para hacer chorizos, morcillas, jamón. Elaboraban
chucrut y pepinos en conserva. Dulces de tomate, zapallo, ciruela, higo,
manzana. Tenían gallinero con gallinas, patos, gansos, pavos, gallaretas.
Criaban cerdos, conejos y tenían alguna que otra vaca lechera. Tenían de todo.
Y eso que éramos una familia humilde. Pero nunca fuimos pobres. Jamás nos faltó
la comida. Todo lo contrario: cuando podíamos también ayudábamos a algún vecino
necesitado, a una viuda sola, a un anciano sin hijos. Antes la gente era más
solidaria –rememora Emilia.
-Mamá y papá
trabajaban mucho. Los dos. Mano a mano. Mi mamá se levantaba muy temprano para
hacer el Kalach, el pan diario, y papá trabaja en el campo de peón. Se iba a
caballo de madrugada. A veces, a la noche, cuando regresaba, traía una
liebre, un peludo, una mulita, una vizcacha. Esos eran días de fiesta. Los
chicos nos poníamos contentos. Mamá preparaba guisos riquísimos. Eran muy
sabrosos. Tenían un aroma que nunca voy a olvidar –sonríe la anciana mientras
una lágrima rueda por la mejilla.
-Mientras
íbamos creciendo, los hijos nos sumábamos al trabajo. Los hombres en la tarea
rural y las mujeres en las labores domésticas: limpiar el gallinero, el
chiquero; barrer el patio con escobas fabricadas con ramas secas; regar la
quinta con agua que había que sacar con la bomba, bombeando litros y litros de
agua. Y, por supuesto, había que lavar la ropa de toda la familia, coser,
remendar, planchas. Ayudar en la cocina… -enumera Emilia.
-Lo hacíamos con
alegría. Cantábamos en alemán. Y a la noche, después de cenar, teníamos libre
para jugar en la calle, con los hijos de los vecinos. Jugábamos a la mancha, a
la escondida. Cazábamos bichitos de luz y los poníamos en un frasco, sobre
cerca de la cama, como un velador. Eran juegos sencillos. Todo lo inventábamos
nosotros. Jugábamos a la visita, a la mamá y al papá. Eran otros tiempos. Más
lindos –vuelve a sonreír Emilia.
-Todo desapareció
el día que abuela nos llamó para decirnos que papá había muerto. Al principio
no entendimos lo que eso quería decir. Después lo vimos dentro del cajón, con
los ojos cerrados, en la habitación vacía donde dormía con mamá, que lloraba
desconsoladamente. Recién nos dimos cuenta lo que significaba la noticia cuando
volvimos a casa después de sepultarlo. Ahí entendimos lo que había pasado.
Estábamos solos para siempre y que nunca volveríamos a ver a papá –revela la
anciana mirando fijo y sin pestañar para no llorar otra vez
-A partir de ese
día todo cambio. Mi hermano mayor se hizo cargo de la casa hasta que mi abuelo
le consiguió un marido a mi mamá. Antes era así. Los abuelos decidieron que
mamá necesitaba un hombre, que tenía que volver a casarse, que no estaba bien
visto que se quedara sola con cuarenta y cinco años. Y la casaron con un hombre
de cincuenta. Un solterón. Alguien que aceptó enseguida y rápidamente se hizo
cargo de la familia. La llegada del solterón hizo que la unión entre mamá y sus
hijos se rompiera. Él era muy mandón. Siempre nos ordenaba hacer cosas. Nos
decía que era por nuestro bien, que un día se lo íbamos a agradecer; pero lo
único que logró fue que los mayores se casaran pronto y se fueran de casa. Y de
a poco, nos fuimos yendo todos, dejando a mamá sola con el solterón. No sé si
alguna vez se quisieron; pero siempre se llevaron bastante bien. Tanto que ella
le hizo más caso a él que a sus propios hijos –reprocha bajando la voz para que
no se le escape alguna lágrima.
-¡Así es la vida!
–exclama-. Volví a casa después de muchos años, el día en que el solterón me
mandó un telegrama a Córdoba para avisarme que mamá había muerto. Cuando llegué
acá, cansada de un largo viaje y llena de dolor, hacía ya unas horas que la
habían enterrado. Fui al cementerio a visitarla en la tumba. Lloré mucho. Me
arrepentí de corazón de no haber regresado una sola vez para visitarla y verla
con vida aunque más no sea un ratito. Nunca se me pasó el enojo que tenía
porque se había vuelto a casar y preferir al solterón en lugar de sus hijos
–esta vez sí, Emilia lloró desconsoladamente.
-El solterón tenía ochenta
y tres años. Estaba en casa, en la casa donde habíamos nacido, que ahora era
suya. Por eso mis hermanos y yo nos reunimos en la casa mi hermano mayor.
Discutimos que hacer con la casa. Si pelear con el solterón o no, para que nos
diera las cosas que le pertenecían a mamá y que ahora eran nuestras. Decimos no
hacer nada. ¿Para qué? Ya no era nuestra casa. Papá y mamá habían muerto. Casi
seguro que la casa había olvidado a papá hacía muchos años y que el interior
estaba totalmente cambiado a como nosotros lo recordábamos. No quise ir a
averiguarlo. Me fui de la colonia sin averiguarlo y lloré todo el viaje de
regreso a Córdoba –cierra su relato Emilia Simon.
Que triste anécdota. También me llamo Emilia Simon y soy descendiente de alemanes del Volga. Que casualidad@
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