Por María Rosa Silva Streitenberger

Armar valijas, preparar lo que comeremos
en el viaje (no vaya a ser cosa que muramos de hambre), cerrar todo,
desenchufar los artefactos eléctricos, y dejar todo listo para el regreso, ese
regreso que yo sentía tan lejano y que no me interesaba. Mi emoción estaba
lista para desatarse ni bien cruzáramos el umbral.
El viaje en taxi, la mirada nostálgica
de la ciudad que despedía, por unos días, y que cambiaba por la experiencia del
campo. Y de nuevo, ante mis ojos, Constitución. Imponente. Hermosa y
misteriosa. La espera en su hall chequeando que no nos hayamos olvidado nada y
que estamos a horario. Hasta que por altoparlante se anuncia el ascenso al
tren, ese tren que llega rugiendo con la
fuerza de mil leones, que se acerca majestuoso, amigable,, pero al que también
le tengo terror, terror de que se vaya sin nosotros, de que no nos espere. Acercarme
y ver y oler sus vagones, sus luces encendidas esperándonos que lo ocupemos,
invitándonos a subir para llevarnos lejos a pasear, a toda prisa, a ese lugar
desconocido por mí, a esa colonia donde hablan raro y todo es raro, distinto a
la ciudad dónde vivo pero me gusta igual. ¡Ventanilla para mí! Abrirla, asomar
la cabeza y sentirme la más dichosa de estar allí, con mi mamá. Comida y ropa
en las valijas y saber que nos esperan en casa de mis abuelos tías y primos y
un mundo distinto, sin escuelas ni portarse bien, sólo jugar y pasear.
¡Cuánta felicidad me diste querido tren!
Agitaste mi corazón más fuerte que la potencia de tu locomotora porque mi corazón
estaba cagado de inocencia, de pureza y dicha. Porque sabía valorar el
sacrificio de mamá, para ir de vacaciones, el valor de la familia que te
espera, la pureza de la vida rural y la simplicidad de la gente trabajadora. No
sólo fuiste un medio de locomoción. Fuiste el lazo que une lo que la distancia
y el tiempo no logran aniquilar. Fuiste la emoción de un sonido, un vaivén, un
olor, me mostraste la belleza del paisaje, el olor a zorrino, el amanecer en el
horizonte, la belleza de una bandada de pájaros cruzando el cielo. Lo bonito de
ver las vacas pastar. Las luces del pueblo a lo lejos y la generosidad de tus
rieles llegado al lugar más bonito que siempre me hizo sentir bienvenida y
amada: la casa de mis abuelos.
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