
Desde ese día nada volvió a ser como
antes. Creo que recién ahí papá se dio cuenta cuán necesaria era mi madre para
que nuestra familia se mantuviera unida y marchara sin problemas de ningún
tipo, desde los referidos a los caracteres de cada uno hasta los económicos.
Ella velaba por todo y por todos. Cuidaba de la ropa, del dinero, de la salud,
de que todos fuéramos a la escuela y a misa. Nunca nos faltó nada. Ni ropa, que
ella misma confeccionaba, ni un plato de comida, por más humilde que fuera –acota.
Cuando murió mi madre mi niñez cambio
rotundamente. El poco tiempo que tenía libre para jugar lo tuve que dejar de
lado para trabajar. Tenía nueve años. Dejé la escuela y me fui a una estancia a
ayudar a un peón que trabajaba de mensual. A mis hermanos les pasó lo mismo.
Salvo mi hermana, que tenía dieciséis años, que tuve que quedarse con papá,
para cocinarle, lavarle la ropa y hacer los trabajos de la casa. Y lo hizo
durante toda su vida. Jamás tuvo novio ni se casó. Siempre estuvo atenta a mi
padre. Lo cuidó hasta el día que murió, ya viejito. Y ella quedó sola, en la
casa de nuestra niñez –remarca.
Crecí y me hice
hombre. Me casé. Lentamente me fui alejando de la colonia, de mi hogar paterno,
de mis hermanos. Cada vez nos veíamos menos y hoy hace como veinte años o más
que no nos hablamos. El tiempo pasa y uno se va poniendo viejo y no se da
cuenta. Y hoy extraño aquellos años de mi infancia, aquellos años que pasé en
la colonia, junto a mis padres, a mi mamá y a mi papá, esos dos seres hermosos
que me dieron todo lo que soy –concluye Augusto Schamberger con un dejo de
llanto en la voz.
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