Historia, costumbres y tradiciones de los alemanes del Volga. Investiga y escribe: Julio César Melchior
Rescata
Para más información pueden comunicarse al WhatsApp: 2926 461373 o al Correo electrónico juliomelchior@hotmail.com
domingo, 30 de diciembre de 2018
Quién se acuerda de esta tradición de Año Nuevo: Wünsche gehen?

Así comenzaban Año Nuevo los
niños de la colonia
El primer día del año los niños
se levantaban bien temprano a la mañana, casi con el amanecer, para saludar a
sus padres deseándoles feliz año nuevo, recitando un poema varias veces
centenario y de autor desconocido, que dice así: Vater und Mutter ich wünsche
euch glückseeliges neusjahr, langes leben und Gesundkeit; frieden und einigkeit
und nach eren Tod die ewige klückseeligkeit”. “Das wüsnsche mir dir auch”,
respondían mamá y papá mientras les obsequiaban algún presente.
Cumplido este ritual, los
pequeños salían a visitar a parientes y amigos para también desearles la
felicidad en el año nuevo que comenzaba. Pero esta ocasión el poema era otro:
glück und segen / auf allen Wegen! / Frieden im Haus / jahrein, jahraus! / In
gesunden und kranken Tagen / kraft genung, Freud und Leid tragen! / Stets im
Kasten ein stücklein Brot, / das geb’ uns gott!
Al finalizar la jornada todos los
niños de la colonia, sobre todo los más humildes, se sentían dichosos con la
enorme cantidad de regalos que lograban reunir tras una larga jornada de
“trabajo”, visitando tíos, abuelos y demás parientes (Julio César Melchior).
domingo, 23 de diciembre de 2018
El Pelznickel y el Christkindie, dos personajes tradicionales de la Navidad de los alemanes del Volga

Un
solo eco de su voz a lo lejos, provoca que los niños huyan despavoridos a
esconderse debajo de la mesa y de la cama o detrás de la falda de la madre.
Imposible huir de este personaje que conoce las faltas y las travesuras
cometidos por todos los niños de la colonia a lo largo del año.
Pero
como todo tiene su recompensa, una vez que el Pelznickel hubo partido de la
casa, dejando a los niños inmersos en un mar de lágrimas, llega el
Christkindie, el niño Dios, personificado en una niña vestida de blanco
inmaculado, para calmar el llanto, mitigar el sufrimiento y brindar consuelo a
las almas de los pobres niños de la colonia.
Toda
ella es dulzura y santidad y lleva colgado en uno de sus brazos, una canastilla
llena de galletitas caseras, frutas y alguna que otra humilde golosina que,
para los niños colonienses, es el manjar supremo, una delicia que saborean
solamente en estas ocasiones o en Pascua, cuando llega el conejito. (Autor:
Julio César Melchior).
La historia del Pelznickel y la pequeña Elisa

El
Pelznickel gruñó unas palabras para demostrar que estaba muy enojado con la
niña. Le ordenó que abriera los ojos y se arrodillara frente a él. A
continuación le preguntó si se había portado bien durante el año. Sí -mintió
Elisa. Lo que aumentó la furia del Pelznickel, un viejo barbudo, de pelambre
enmarañada, calzado en botas de lluvia y un vetusto sobretodo negro, de
invierno. Lo grupo que le provocaba un mar de sudor. A quién se le ocurría
vestirse con ropas de invierno para aparecerse a los niños durante la
Nochebuena.
El
Pelznickel le revisó las manos y las uñas y la obligó a rezar, primero el
Padrenuestro, después el Avemaría, después el Credo… Elisa tartamudeó, tropezó
con las palabras, se confundió, empezó a sentir como sus manos comenzaban a
temblar y a sudar. Hasta que no soportó más y estalló en llanto. Un llanto
desgarrador. Pero no se movió ni nadie la rescató. Los demás niños miraban
absortos, porque sabían que después les tocaría a ellos, y los padres y tíos
observaban cómplices, conocedores de la rutina que se estaba desarrollando
desde tiempos inmemoriales.
El
Pelznickel repitió el espectáculo con todos los niños de la casa. Todos, los
seis, a su turno, lloraron. Poco o mucho, pero lloraron. Las mujeres y los
varones. Nadie quedó indemne de un castigo. Para la mayoría solo consistió en
rezar. Para el más díscolo, sin embargo, la pena fue, además de orar, recibir
unos golpes sobre las palmas de las manos, con un Rutschie.
Concluida
la labor, el Pelznickel se marchó como había llegado: lanzando estertóreos
gritos guturales y agitando la pesada cadena que, año a año, traía consigo para
anunciar su terrorífica arribo. (Autor: Julio César Melchior).
Rumbo a América

Sus cuerpos estaban profundamente cansados pero interiormente se sentían satisfechos. La primera etapa del largo viaje se había desarrollado sin mayores contratiempos. Los hubo, es cierto. Lo mismo que también era cierto que hubo que enfrentar momentos de mucha angustia. Pero la meta estaba lograda. La aldea quedaba atrás. Cada vez más lejos. Rusia ya no los quería. En realidad, nunca los quiso. “Nos usó mientras fuimos útiles y ahora nos expulsa” -pensó Joseph.
Allá
lejos, en la aldea, allá, en la lejana Rusia, quedaban la pobreza, el hambre y
el sufrimiento; pero también permanecían seres amados, padres, tíos, primos,
abuelos, que no quisieron, no se atrevieron o no pudieron escapar del
dolor.
Por
eso, en el barco, se mezclaban la alegría y la tristeza. La esperanza y la
angustia. Los pasajeros que emigraban eran conscientes que casi con seguridad jamás
iban a volver a reencontrarse con los familiares que quedan atrás. Rusia estaba
inmersa en un caos social, político y económico que terminaría consumiendo
muchas vidas y muchas aldeas habitadas por descendientes de alemanes.
El
barco se fue alejando. Cada pasajero se recluyó en su espacio. Algunos en
sitios muy diminutos, dado la cantidad de pasajeros que el capitán había
permitido ascender en aras de ganarse un dinero extra.
El
viaje iba a ser largo. Casi un mes. La comida empezaría a escasear y a ser
racionada rigurosamente. La mayoría pasaría hambre. Todos terminarían
infectados de piojos y con el cuerpo lleno de ronchas de tanto rascarse. La
falta de agua dulce, completaría el panorama.
Así y
todo, arribaron al puerto de Buenos Aires con el alma henchida de esperanza y
la idea fija de forjar un futuro mejor para sí mismos y sus descendientes.
Y
transcurridos más de cien años de aquella emigración y de aquel viaje, podemos
escribir con total seguridad de que lograron cumplir su meta. (Julio César Melchior).
lunes, 17 de diciembre de 2018
“A mi casa llegó el Pelznickel” recuerda don Federico Schulmeister

“En la Nochebuena, a las doce de
la noche, asistíamos al templo. Por aquellos años todos los eventos sociales
como familiares y privados, tenían como eje central a la iglesia y al
sacerdote. No existían las grandes comilonas de hoy en día” -recuerda Federico
Schulmeister. Y agrega: “teníamos que asistir todos, desde la persona más
grande hasta el niño más pequeño de la casa. No debía faltar nadie”.
“Después de la misa, regresábamos a casa. Mis padres abrían la Biblia y
rezaban. Mientras los niños, entre expectantes y llenos de miedo, nos
sentábamos a esperar al Pelznickel. Ni bien escuchábamos sus gritos y el ruido
de su enorme cadena, la cocina se convertía en un lío de pánico. Algunos niños
se metían debajo de la mesa, otros se escondían en los dormitorios y otros
detrás de las faldas de los vestidos de mamá y las hermanas mayores.
“El
Pelznickel” -acota-, siempre llegaba enojado, a los gritos: 'dónde están los
chicos que se portaron mal durante el año', exclamaba. Y nosotros, traviesos
por naturaleza, temblábamos de miedo.
“Nos
llamaba, nos hacía arrodillar y, uno a uno, nos preguntaba cómo nos habíamos
portado a lo largo del año. Y guay si mentíamos! Él lo sabía todo (porque con
anterioridad nuestros padres le revelaban todas las diabluras que habíamos
cometido).
“Concluido
el interrogatorio (algún niño siempre salía corriendo horrorizado por tan
tremendo suplicio), nos controlaba la limpieza de las manos y las uñas y nos
hacía rezar.
“Finalmente
se iba a visitar otra casa de la misma manera en que había llegado: a los
gritos y agitando estruendosamente su enorme y larga cadena”. (Autor: Julio
César Melchior).
lunes, 10 de diciembre de 2018
El adiós al Volga

Quiso retener en su memoria el fluir del agua, su color
intenso, la bravura de su ímpetu; pero, muy en el fondo de su alma, sabía que
eso era imposible, porque el transcurrir del tiempo
siempre diluye los recuerdos, primero los pinta de color sepia y finalmente los
transforma y los aleja, hasta quitarles nitidez y emoción.
Agitó las riendas y los
caballos se pusieron en marcha, arrastrando el carro en el que viajaban mi
abuelo, su esposa, sus cinco hijos, tres baúles y unas pocas cosas que pudieron
llevar.
En la aldea quedaba no solamente el pasado, una vivienda, su hogar, al que jamás regresarían, sino padres, hermanos, tíos y abuelos. Un universo de gente que los veía alejarse en el horizonte, envueltos en una bruma de polvo, que levantaban los caballos y el carro al cruzar la inmensidad rusa rumbo a la estación, donde abordarían el tren que los llevaría a Alemania, para, en el puerto de Bremen, embarcar rumbo a la Argentina.
En la aldea quedaba no solamente el pasado, una vivienda, su hogar, al que jamás regresarían, sino padres, hermanos, tíos y abuelos. Un universo de gente que los veía alejarse en el horizonte, envueltos en una bruma de polvo, que levantaban los caballos y el carro al cruzar la inmensidad rusa rumbo a la estación, donde abordarían el tren que los llevaría a Alemania, para, en el puerto de Bremen, embarcar rumbo a la Argentina.
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