Rescata

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miércoles, 23 de septiembre de 2020

Nuestras bañaderas de antaño


 Cuando éramos niños no teníamos baño dentro de la casa, por lo tanto tampoco teníamos inodoro, bidet, pileta con agua fría y caliente, bañadera y ducha. Levantarse a las noches para ir al baño era un todo un problema y toda una odisea, sobre todo si uno era un niño, porque significaba salir al patio a oscuras, recorrer 20 o 30 metros hasta llegar al Nuschnick y hacer nuestras necesidades en la letrina, temblando de miedo por los fantasmas que pudieran acecharnos, sobre todo cuando no había luna y estaba totalmente nublado. Nos aterrorizaba la idea de que alguien pudiera salir corriendo de entre los árboles o que una mano siniestra asomara por el agujero de la letrina y nos agarrara por la cola para meternos en el pozo ciego. Por eso ir al baño de noche, era toda una odisea y toda una aventura. ¡Otra que Superman o el Hombre Araña!
Y nuestra bañadera era un fuentón grande de chapa que mamá llenaba con agua calentada en cacerolas y tarros sobre la cocina a leña. Cacerolas y tarros de diferentes tamaños y colores. Los había grandes, pequeños y muy grandes. El agua se buscaba en la bomba, por más que afuera hicieran diez grados bajo cero y en esa bañadera, la mayoría de las veces con jabón casero elaborado por la abuela, porque el jabón de tocador era un lujo impensable en aquellos años e inaccesible para las familias humildes, se llegaban a bañar siete u ocho hermanos pasando uno detrás de otro, porque era todo un tema calentar tanta agua para tantas personas. Además el día de baño era siempre los días sábados después de las cuatro asique los sábados a la tarde toda la familia debía bañarse. No se salvaba nadie. Ni el niño más pequeño que quería seguir jugando en la tierra ni el abuelo que quería continuar sentado debajo de la higuera tomando mate, hablando pavadas, como decía la abuela. Todavía me parece escuchar al abuelo rezongando en alemán porque no quería bañarse ese sábado, sosteniendo que no hacía nada más que estar sentado bajo los árboles y la abuela retándolo a diestra y siniestra para que entre de una vez y se bañe y deje de rezongar, refunfuñar y contarles tonterías a los nietos. Mientras esto sucedía con el abuelo y la abuela, mamá nos hacía entrar a la cocina de a uno para bañarnos y guay de quejarnos o levantar la voz porque podían venir los retos de mamá o la alpargata o el cinturón de papá. En la casa no había democracia mandaban los padres y los abuelos. Los niños a obedecer.
Después bañaditos y cambiados de ropa mamá nos decía: - ahora a no ensuciarse y cuidar la ropa, mientras la abuela le decía al abuelo: - no vas a andar ahora por la quinta metiendo la mano matando bicho moros o ensuciándote tratando de arreglar algo. Todo puede esperar hasta el lunes. Debíamos estar limpitos para ir a misa el día siguiente. Nadie debía ni podía faltar a la iglesia los días domingos. Absolutamente nadie.
Todas estas vivencias y todos estos recuerdos, que forman parte de nuestra niñez como muchos otros detalles inolvidables, los pueden encontrar en mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”. (Autor: Julio César Melchior).

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