Las semanas previas a la fiesta de Navidad, las familias acondicionaban las viviendas, ordenaban las dependencias y limpiaban a fondo cada rincón de sus hogares. Era tiempo de celebración, de reunir a la familia en torno a la mesa paterna, el momento en que se lucían las mejores prendas, la fecha cumbre del año, que lo dividía en un antes y después, sobre todo en el Volga, allá en la lejana aldea natal, en el imperio ruso, durante los largos e interminables inviernos de nieve, de la misma manera que recordaban había sido en la tierra ancestral, el Sacro Imperio Romano Germánico, la actual Alemania, antes de emigrar, a finales del siglo XVIII.
El 24 a la medianoche todos asistían a la iglesia, a participar de la Misa de Gallo (Mette, en el dialecto de los alemanes del Volga), en la que, iluminada por farolitos, la luz de las velas y las lámparas a kerosene, en una localidad que todavía no contaba con energía eléctrica, cantaban himnos tradicionales y comulgaba toda la población, viviendo el nacimiento de Jesús con verdadero fervor religioso.
Concluida la ceremonia, las familias regresaban a sus hogares, viviendo la fiesta con suma austeridad, reunidos alrededor de la mesa paterna, algunas personas leyendo la Biblia, otras rezando, hasta que llegaba a sus oídos un ruido de cadenas arrastradas por las calles por un personaje que vociferando palabras incongruentes metía miedo en el alma de los niños, que llenos de pánico comenzaban a buscar refugio bajo la mesa o detrás de los vestidos de sus madres, porque sabían que venía a castigarlos por las faltas que habían cometido durante el año.
Súbitamente la puerta de la vivienda se abría y allí estaba el Pelznickel, un ser casi mitológico, ataviado con un sobretodo oscuro del tiempo de la arada, barba enmarañada, sombrero y botas, en ocasiones armado de un Rustchie (una ramita delgada y larga), solicitando que los niños compadezcan ante él, quién luego de interrogarlos por las travesuras cometidas durante el año (que obviamente conocía, previamente informado por los padres), los castigaba ordenando que se arrodillen y recen frente a él, después de aplicarles un duro sermón, incluyendo todo tipo de amenazas, que no olvidarían jamás.
Cuando el Pelznickel se marchaba, entre rugidos y golpes de cadena, dejando en la cocina a los niños hundidos en un mar de lágrimas, llegaba el Chriskindie (un hada buena que representaba al Niño Dios), con su inmaculado atuendo blanco, trayendo consuelo a los niños y distribuyendo cariño y cosas dulces.
Al mediodía se reunía la familia completa, abuelos, padres, hijos, nueras, yernos, nietos, un mundo de gente, para degustar sabrosos platos tradicionales preparados en los hornos de barro y las cocinas a leña.
Otros tiempos, otras épocas, otra forma de ver la vida y vivir la Navidad, basada en tradiciones y costumbres cuyos orígenes se pierden más allá de la Edad Media y forman parte de la identidad cultural no sólo de los pueblos alemanes de Coronel Suárez sino también de los alemanes del Volga que habitan en todo el país.
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