Rescata

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lunes, 21 de julio de 2025

A 262 años del Manifiesto que forjó el destino del pueblo de los alemanes del Volga

 Un 22 de julio, pero de 1763, la emperatriz Catalina II de Rusia firmó un documento que cambiaría el mapa humano de dos continentes. A 262 años de aquel histórico Manifiesto, conmemoramos no solo un edicto imperial, sino el punto de partida de la increíble odisea de los alemanes del Volga, una historia de migración, resiliencia y arraigo cultural cuyo eco resuena con especial fuerza en nuestras pampas argentinas.

 Hace más de dos siglos y medio, el Manifiesto de Catalina la Grande se erigió como un faro de esperanza. Ofrecía tierras fértiles a orillas del Volga y, más importante aún, prometía libertad. Libertad para practicar la propia fe, para hablar el propio idioma, para gobernarse en comunidad y para estar exentos de las levas militares que desangraban a una Europa devastada por la guerra. Para miles de familias del Sacro Imperio Romano Germánico, sumidas en la precariedad, fue una invitación imposible de rechazar.
Aceptaron emigrar cansados de soportar los frecuentes conflictos políticos, sociales y religiosos, en los que se veían envueltos a causa de la dinámica de las decisiones que tomaban los príncipes y reyes imperiales, a los que estaban obligados a servir y después de sobrevivir a las guerras de los Cien Años (que en realidad se prolongó durante 116 años, entre 1337-1453), la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la guerra de los Siete Años (1756-1763), que habían devastado los territorios, arrasando cosechas y alimentos, y dejaban el campo sembrado de hambrunas, enfermedades, pestes, muerte y sin gente joven para comenzar de nuevo.
Así comenzó el primer gran viaje. Hombres y mujeres dejaron todo atrás para labrar un futuro en las estepas rusas. Allí, durante más de un siglo, construyeron una identidad única. No eran ya sólo alemanes, ni se sentían completamente rusos; eran los Wolgadeutsche, un pueblo que conservó con celo su dialecto, sus tradiciones, sus valores de trabajo y su profundo sentido de comunidad. En sus aldeas, la vida transcurría como un eco de la patria lejana, un testamento a su inquebrantable cohesión cultural.
En los primeros diez años partieron del Sacro Imperio Romano Germánico alrededor de 30.000 personas sobreviviendo apenas unas 23.000, como consecuencia de las peripecias que tuvieron que afrontar durante el viaje y lo difícil que fueron los comienzos en tierras rusas, para colonizar los campos inhóspitos, desolados y lejos de las grandes urbes, rodeados de siervos analfabetos, y utilizados como barrera de contención para mantener controlados a las tribus salvajes que asolaban la región, a pura violación y matanzas. Un detalle que omitió mencionar Catalina II en el Manifiesto de Colonización.
A pesar de todo eso, los colonos supieron sobreponerse y con sacrificio, esfuerzo y trabajo, más un hondo sentido del deber y una profunda fe en Dios y en sus valores culturales, consiguieron salir adelante. Labraron la tierra y en cien años transformaron la zona en una región productora de trigo, una extensión que alcanzó una amplitud mayor a la Suiza actual. Continuaron fundando aldeas y colonias que aportaron mayor progreso y crecimiento, extendiendo las actividades hacia otros sistemas productivos además del agropecuario.
Sin embargo, la historia les deparaba un segundo éxodo. Porque un día su situación cambió radicalmente, cuando en 1871 el gobierno ruso les informó que el Manifiesto quedaba anulado, que todo lo que se estipulaba en él quedaba revocado, y empeoró aún más cuando se obligó a todos los jóvenes de 20 años a servir en el ejército a lo largo de seis años. Lo que en pocas palabras significaba perder, además de las concesiones que otorgaba el Manifiesto, la identidad cultural. Algo que ellos no deseaban.
Cuando la sombra de la rusificación amenazó su identidad, los alemanes del Volga volvieron a mirar hacia el horizonte. Y con el mismo espíritu pionero de sus antepasados, emprendieron una nueva migración, esta vez hacia América.
Y es así, como a fines del siglo XIX y principios del XX, miles de estas familias desembarcaron en Argentina, atraídas por la promesa de tierra y libertad en un país nuevo. Se asentaron en las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y La Pampa, entre varias otras, transformando el paisaje con el mismo tesón que antes habían demostrado a orillas del Volga. Fundaron aldeas que aún hoy llevan nombres que evocan su origen y llenaron los campos de trigo, trayendo consigo el arado y la fe.
Hoy, al recordar aquel 22 de julio de 1763, no solo rememoramos un hecho histórico lejano. Celebramos el legado imborrable de aquellos inmigrantes. Un legado visible en los apellidos que son parte de la identidad argentina, en las tradiciones que enriquecen su cultura y, sobre todo, en el espíritu de resiliencia que demostraron.
El Manifiesto de Catalina fue la chispa, pero fueron la fe, el trabajo y la unidad de los alemanes del Volga los que mantuvieron la llama encendida a través de generaciones. Su viaje, que comenzó hace 262 años, es un poderoso recordatorio de que las raíces de un pueblo no están solo en la tierra de la que parten, sino en la comunidad y los valores que llevan consigo, dondequiera que el destino los lleve.

domingo, 13 de julio de 2025

La educación de la abuela

Libro que rescata la vida cotidiana, 
con sus costumbres y tradiciones,
de las mujeres alemanas del Volga.

 Mi abuela me contó un día que su educación no fue en una escuela con cuadernos y pizarrón, sino dentro de las cuatro paredes de su casa. Desde muy chica, su destino era ser la encargada de las tareas domésticas y el cuidado de sus hermanos menores, un rol que no daba tregua.
Describía con detalle cómo se desenvolvía en esas jornadas interminables. El ritual de lavar la ropa, por ejemplo, era una odisea: no había lavarropas, solo un fuentón grande de chapa de agua fría y una tabla de lavar rugosa. "Mis manos se ponían rojas, casi moradas del frío y de tanto frotar", recordaba, simulando el movimiento con sus viejas manos. "Había que restregar cada prenda, los pantalones de mi papá llenos de barro y grasa del campo, las camisas de los hermanos… y después escurrir con toda la fuerza para que secaran más rápido".
Y lo más impactante es que cada gota de agua que usaba para todo eso no venía de una canilla: "Toda el agua había que sacarla de la bomba del patio, balde a balde", decía, haciendo un gesto de bombeo. "Si no sacaba yo el agua, no había para lavar, ni para cocinar, ni para beber".
"Mientras la ropa se secaba al sol, yo estaba en la cocina, con una olla en el fuego", relataba. Era común que, mientras revolvía un guiso, tuviera a uno de sus hermanos en la cadera o al más pequeño gateando a sus pies. No había tiempo para el ocio. Además de todas esas labores, también ayudaba a sus padres en la huerta familiar, donde aprendió a distinguir las malezas de los brotes y a cosechar lo que luego sería el alimento de la mesa. Y no menos importante, pero quizás menos agradable, era la tarea de limpiar el gallinero, una labor rústica pero esencial para mantener a las aves sanas y asegurar los huevos del día.
En aquella época, la división de tareas entre hombres y mujeres era muy marcada. Los hombres se dedicaban casi exclusivamente a las labores del campo, como arar, sembrar, cuidar el ganado y todo lo que implicaba el trabajo fuera del hogar para proveer el sustento principal. Mientras tanto, las mujeres como mi abuela cargaban sobre sus hombros con la totalidad de las tareas domésticas y el cuidado familiar.
Además, había una diferencia fundamental que marcaba el destino: las mujeres, en la mayoría de los casos, no concurrían a la escuela. La educación formal estaba reservada principalmente para los varones, o era un privilegio al que solo accedían algunas familias. Mi abuela, al igual que muchas de su generación, aprendió a leer y escribir lo poco que pudo en casa, o no lo hizo en absoluto. Su tiempo y energía estaban completamente dedicados a las responsabilidades del hogar y la familia, perpetuando un ciclo de trabajo y dedicación que, aunque esencial para la supervivencia, limitaba severamente sus oportunidades y horizontes. Su vida fue un testimonio vivo de cómo las mujeres eran el pilar de la familia en condiciones que hoy nos parecerían impensables.

sábado, 5 de julio de 2025

La inolvidable casa de adobe de la abuela

 La casa de la abuela en la aldea no era una casa cualquiera; era un pedacito de tiempo detenido, anclado en el corazón de un pequeño pueblo donde el asfalto no existía y el aire olía a tierra mojada y leña quemada. Se alzaba, humilde pero sólida, en el medio de la pampa argentina, con el río murmurando su canción eterna a lo lejos y las montañas custodiando su espalda.
Sus paredes, de un blanco encalado que el sol había acariciado por décadas, guardaban historias de generaciones. Los techos cubiertos de paja parecían sonreír bajo la lluvia, prometiendo refugio y calidez. Y la puerta de madera, gastada por el roce de innumerables manos, era una invitación silenciosa a un mundo de paz.
En la cocina, con su gran mesa de madera y la vieja cocina a leña siempre encendida, la abuela, con su pañuelo en la cabeza y sus ojos chispeantes, amasaba el pan que sabía a infancia, preparaba comidas tradicionales que reconfortaban el alma mientras le contaba al abuelo las novedades del pueblo. El aroma a pan recién horneado y a verduras y especias frescas era el perfume constante de la casa.
Pero el verdadero tesoro de la casa era su patio trasero. Un oasis verde donde el tiempo se diluía. Unos árboles frutales ofrecían sombra generosa, y una bomba de agua fría, con su balde de hierro, era el secreto de los veranos más refrescantes. Allí, abuela cultivaba su pequeña huerta: tomates jugosos, pimientos brillantes y flores silvestres que atraían a las mariposas. Era el lugar donde los nietos aprendían a diferenciar una maleza de una planta útil, y a respetar los ciclos de la naturaleza.
Con cada visita, la aldea y la casa se grababan más profundo en el alma. La gente del pueblo, los sonidos de sus calles, el canto de los gallos al amanecer, las conversaciones tranquilas de las mujeres que compraban carne junto al carro del carnicero. Todo era parte de ese universo particular que era la casa de la abuela en la aldea.
Hoy, incluso cuando la abuela ya no está y la casa ha cambiado de manos, el recuerdo de ese lugar permanece intacto. Es un eco en la memoria, una sensación de arraigo y pertenencia. Es la imagen de un refugio donde la simplicidad era la mayor de las riquezas, y el amor, el cimiento más fuerte.