La mujer no
sólo se encarga de la economía doméstica, sino que también dirige la educación
de sus hijos. Les brinda una educación esmerada y en su propia casa, según la
tradición, elige y vigila a los sucesivos maestros particulares de las niños o
la escuela a la que han de concurrir, les enseña todas las artes de su posición
social, y, por supuesto, dispone todas sus salidas, al almacén, a ver a la
familia, a la iglesia, más el paseo familiar de los domingos.
De hecho,
vive frecuentes momentos de intimidad con sus hijos en el ámbito familiar, sin
descuidar el orden constante del hogar; ya que todo el problema de la vida
doméstica consiste en delimitar las libertades y aislamientos posibles.
Si se lee la
correspondencia de la época o se presta atención a los relatos que de las
personas ancianas que rememoran tanto los tiempos remotos vividos en el bajo
Volga, en Rusia como en las colonias en la Argentina, se tiene la impresión de
que las mujeres de fortuna disponían de márgenes de maniobra más amplios que
las de posición humilde, lo cual les permitía en ocasiones librarse de las
imposiciones del papel que se les asignaba. Por ejemplo, según la costumbre es la mujer quien elige a
sus sirvientas. En el nivel social acaudalado es ella la que escoge a sus
criadas a quienes exige ser bien parecidas y solteras, a condición de controlar
exactamente lo que gastan y de no dejarles demasiado en el bolsillo.
Naturalmente, es derecho de la mujer corregirles en el ámbito privado:
“acechar” a su sirvienta desleal para obligarla a confesar y para hacer que
restituya lo que ha robado. Bien es verdad, también, que dirige su trabajo y
vive con ellas en un ambiente de familiaridad que puede llegar a la
complicidad.