Fotografía gentileza de Teresita Mason. |
¿Por qué perdimos tantas pero
tantas cosas bellas de nuestra niñez en aras de un mañana lejano sustentado
sobre sueños materiales? ¿Por qué olvidamos nuestra inocencia en el baúl
de los recuerdos de la abuela, entre encajes de seda, caricias y ternura,
buscando crecer de prisa? ¿Por qué dejamos de jugar tan pronto para
parecer grandes y empezar a vivir la vida en sociedad, dejando de lado la risa
franca, las travesuras ingenuas y las diabluras de la hora de la siesta? ¿Por
qué dejamos en el pasado los consejos de mamá, las enseñanzas de papá, sin
advertir en ningún instante que, cuando necesitáramos de ellos, los dos ya
estarían muertos? ¿Por qué nos alejamos de nuestros hermanos, cortando
lazos a veces para siempre, en pos de un camino que soñamos necesario para
nuestro crecimiento, sin tener en cuenta que no era preciso decir adiós
para siempre para triunfar lejos del terruño natal? ¿Por qué buscamos la
felicidad fuera sino la tenemos dentro, en el corazón?
Es una pena que uno encuentre
todas estas respuestas cuando ya sea demasiado tarde, cuando ya vivió
parte de su existencia y ya no queda tiempo suficiente para recomponer errores,
curar heridas, abrazar a seres queridos, en una palabra, regresar. Ya es tarde
porque muchos ya no están. Porque mamá y papá fallecieron. Porque la casa
familiar se vendió. Y porque sólo queda lugar para los recuerdos y la tristeza.