Fue un
instante fugaz, un recuerdo tenue, casi imperceptible, como una fotografía
amarilla deshaciéndose en la nada de la eternidad. Caminábamos tomados de la
mano, mientras una lluvia fina pero persistente, mojaba tu rostro… De pronto
nos detuvimos en la inmensidad de la estepa, allá en el Volga, y te besé.
Apasionadamente. Como el día en que te conocí. Como el día en que te dejé… Y
desperté en tus brazos hechos de remembranzas, melancolía, llanto, memoria, dolor…
y no estabas durmiendo a mi lado sino que, seguramente, estabas allá lejos, en
la aldea, allende el Volga, extrañándome, esperando mi regreso, esperando que
te busque para traerte conmigo, aquí, a las colonias, aquí a esta nueva patria.
Resbalan las lágrimas
y los anhelos se ahogan entre los muros de las manos vacías de un inmigrante
que en dos años no logró nada. Solamente fue fracaso tras fracaso. Un
inmigrante que tiene las manos aún más vacías que el día en que llegó a la
Argentina… Y en esta cama huérfana no está tu mano ni la mía, no encuentro tu
abrazo, ni encuentro la esperanza de un futuro juntos.
Nos separan
la vida, nos separa la distancia, nos separa el océano, nos separa la
incomprensión de los hombres que no comparten su propia dicha para que otros
puedan construir su propio proyecto… Y sé que nunca te volveré a ver. Y en esta
cama huérfana cada día te digo años extrañándote más y más y más te deseo y más
te amo. Y más sé que nunca nos volveremos a ver porque jamás lograré reunir el
dinero que necesito para traer aquí, a las colonias, aquí, a la Argentina.
Sé que tú
morirás allá, esperándome. Y yo moriré aquí, trabajando para reunir lo
suficiente para que vengas a casarte conmigo y formar la familia que tanto
soñamos allá en la aldea del Volga, cuando te hablaba de América, de un mundo
nuevo, de futuro mejor, juntos, con hijos, con un mañana unidos para siempre.