Por Julio César Melchior
“La llave de los recuerdos…”
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Sentado cerca de la cocina a leña que deja
oír su murmurar de astillas consumiéndose por la s llamas del fuego, que me
abriga en esta tarde gris de otoño, miro a través de los cristales de la
ventana como la brisa juega con las hojas mustias, que caen de los árboles cual
amargas perlas desprendiéndose de los brazos de duendes vencidos por las
melancolía.
Algunos gorriones, con sus saltitos
característicos, recorren la desteñida gramilla explorándola con la ilusión de
encontrar alguna semilla perdida, bajo un cielo que va bordando sobre su
inmenso telón, nubes oscuras anunciadoras de lluvia.
Mientras pausadamente ingiero un sorbo de
mate, acaricio con mis dedos una antigua llave que pese a sus muchos años aún
es útil, todavía conserva inviolable una casa.
La llave, más larga que las actuales, de unos
diez centímetros aproximadamente, recorrió dos generaciones hasta llegar a mis
manos, que hoy la aferran como si aprisionaran el fragmento de una clave
secreta rescatada de los restos de un naufragio ocurrido hace años.
El naufragio ocurrió cuando falleció mi
abuelo, y la clave secreta de esta llave es que con su presencia es capaz de
abrir mágicamente la impredecible puerta detrás de la cual el inconsciente
guarda los recuerdos.
Sin pensarlo, me levanto y me pongo la
campera.
Camino por Tucumán hasta llegar a Belgrano,
para dirigirme al mil y pico de su altura.
Me detengo en la entrada de una humilde
vivienda que todos llaman rancho por lo pobre, y observo sus gastados ladrillos,
su parte de adobe que todavía perdura, sus pequeñas ventanas de varios vidrios,
su techo de chapa oxidada, su chimenea enhiesta pero sin humo… Y pienso en que
el tiempo no la pudor tirar abajo pese a lanzar desesperada y cruelmente todas
las huestes y hordas que se prendieron en la desamparada casa, tejiendo yuyos,
óxido… pudriéndolo todo, en silencio y lentamente.
Saco la llave de mi bolsillo y abro la
puerta, no sin dificultad.
Me detengo en medio de la habitación, que
hace años fue cocina, y al cerrar los ojos invaden mi alma fragancias simples:
un olorcillo de café con leche recién preparado, chorizo casero, manteca
realizada en el hogar, miel… Y mis oídos perciben el bullicio tierno y sereno
de un dulce despertar de niños que conversan en alemán, cuando el alemán se
hablaba sin pudo y con orgullo.
Abro los ojos para recorrer cada dependencia
de la casa, algunas todavía con su piso de tierra, que abuela preparaba
prolijamente, sabiamente, para que quedara presentable.
Observo el empapelado, el empapelado… que se
pegaba con el engrudo cocinado bajo una fórmula secreta y que adhería el papel
en forma casi increíble, tan increíble que aún hoy se conserva intacto, pese a
alguna que otra mancha de humedad.
Vuelvo a cerrar mis ojos, y pese a los años
transcurridos, y a los pocos de vida que yo tenía, aún viene a mí, entre
tinieblas, la imagen de mi abuelo.
Llega con su nostalgia infinita, dejándome el
desamparo de saber que nuestras vidas nunca, nunca más, se cruzarán ni se
tocarán, siquiera en un gesto desesperado de hacer perdurable lo imposible.
Nuevamente lo veo caminando con paso cansino,
su espalda encorvada por los sacrificios que debió hacer para proteger bajo sus
cálidas alas patriarcales a toda su familia.
Su raído pantalón negro sujeto con tiradores,
su saco, su bufanda al pecho…
Su rostro esculpido por las inclemencias de
las estaciones del año, que día con día, hora con hora, lo vieron trabajando,
creyendo en quimeras, persiguiendo sueños, para que sus descendientes tuvieran
un país mejor, no siempre bien remunerado, pero siempre con la frente manchada
con otra cosa que no fuera sudor: gotas
diamantinas que enriquecieron su corazón.
Sus canas, brillos de plata, su pequeño
bigote, su voz fuerte, si idioma, que aún perdura en los labios de sus nietos,
cual un tesoro invalorable que su alma de inmigrante, su infinita alma, dejó
impreso en los labios de sus descendientes cual el susurro de los hombres que
perduran en el recuerdo.
Y sus ojos, manantiales de ternura, en los
cuales colmaron su sed, su esposa, sus hijos, sus nietos… y todo aquel que
supiera descubrir la fuente impresionante de amor que escondía en su interior.
Recuerdo los últimos años de su vida, los
cuatro que compartí junto a él, cuando su oficio era el de zapatero…
Las mañanas bajo un tibio sol, cortando cuero
para fabricar alguna suela o enmendar algún zapato; porque eran épocas
difíciles y los zapatos no se tiraban cuando el uso continuo los rompía: se
confiaban a las maestras manos de don José…
Don José… que con sus temblorosos dedos,
llenos de cicatrices, que las horas y el oficio de eterno trabajador le fueron
dejando, aún podía sentir con total honestidad el orgullo de haber realizado un
buen trabajo.
Pero como nada es perdurable, la tristeza fue
tejiendo sus hilos, enmarañando su corazón, cual una negra araña teje sus telas
sobre una flor carmesí: murió la mujer con la que había compartido todo: su
esposa.
Y la soledad, la nostalgia, la melancolía, el
desamparo, comenzaron a roerle el corazón, a robarle subrepticiamente los pequeños
anhelos, las esperanzas, y lo condenaron al silencio de los atardeceres sin
voz, sin palabras cómplices que compartir, ni a quien contar las vivencias de
una vida vivida a pleno.
Dicen que una noche Dios se consoló de su
dolor y apagó la débil llama que aún ardía en su pecho.
Abro lo ojos y dirijo mi mirada hacia la
habitación donde lo velaron: porque hace más de treinta años todavía se creía
que el dueño de casa debía permanecer en ella hasta ser llevado a la última
morada.
Presiento nítidamente el suave murmullo de
los que rodean el féretro y que rezan el rosario, mientras los hijos, reunido
por última vez en esta casa, lloran impotentes el adiós a su padre.
Bajo una lluvia torrencial lo trasladan a la
iglesia y de allí al cementerio. Todo el trayecto se hace “a pulso”, es decir,
los hombres de la familia se turnan para llevar el féretro; acompañados por un
canto triste en alemán, que provoca en las personas que conforma el cortejo, un
sentimiento aún más profundo de sufrimiento, y una consciencia verdaderamente
real que la pérdida es eterna.
Vuelvo a la realidad, al advertir que las
sombras de la noche que llega, ya no me permiten distinguir nada.
Salgo a la calle bajo una llovizna de otoño,
melancólica y triste. Al caminar unos pasos, me detengo y vuelvo la mirada para
observar la antigua casa… Y me pregunto: ¿Por qué no dejarla como testimonio de
una época de la historia de nuestros pueblos alemanes y de Santa María en
particular?
El
relato obtuvo el Primer Premio en el certamen de cuentos “Los Pueblos
Alemanes”, organizado por la
Biblioteca “Zulma Bonnaterre”, de Pueblo Santa Trinidad, en
el mes de octubre de 1993.
Veinte años se cumplieron de haber ganado el certamen! Felicitaciones! Es increible, llega a lo profundo y revela una verdad: porqué no puede dar testimonio una construcción que fue un hogar de épocas pasadas? Por qué hay que moderinzar todo y no dejar huellas de lo que fué? Ojalá su trabajo haga reflexionar y tomar conciencia de preservar lo que dió identidad y dignidad a los antepasados.
ResponderEliminarMuchas gracias por leer y dejar tu reflexión, Mariposa. Muchas gracias por coincidir en la conservación de las construcciones que forjaron nuestro pasado, que fueron nuestro hogar y nos imprimieron identidad y nos llenaron el alma de amor y la memoria de recuerdos!!!
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