Tenía en los
ojos el celeste del cielo pintado con crayones de ternura; eran diáfanos y
transparentes como un amanecer de verano; claros y puros como bellos y dulces
el mirar de los ángeles; comprensivos como solo los de una madre pueden serlo.
Tenía en la
mirada la dignidad que conceden los valores más nobles, esos que nos llenan el
alma de fortaleza en la hora más difícil y dramática y nos hacen levantar y
volver a empezar una y otra vez y otra vez y otra vez...; esos que nos abrazan
sin necesidad de palabras; esos que nos iluminan el espíritu aun en la soledad
y en el recuerdo; esos que nos hacen llorar amargamente cada vez que
rememoramos la niñez y pensamos en mamá y evocamos aquel día en que, próxima a
morir, nos pidió: “No me olvides. Piensa en mi. Recuérdame en los momentos
difíciles. No mires hacia atrás, hacia el pasado, porque siempre estaré a tu
lado acompañándote. No me llores. Pero, por favor, no me dejes morir en el
olvido. No quemes las fotografías ni tires los objetos que atesoro en mi caja
de memorias. Consérvalas. Algún día me extrañarás y agradecerás haberlas
guardado porque te servirán para aplacar tu nostalgia. Y una última cosa te
pido: quiéreme mucho. Hoy, mañana y siempre... ¡quiéreme mucho, hijo mío!”.
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