Arrimó
el Ford T lo más cerca que pudo a la puerta de la casa. Los gritos de la
parturienta desgarraban el silencio de la madrugada.
Como
pudo, forcejeando, sudando y vociferando insultos contra todos los santos del
cielo y de la tierra, metió a su mujer en el automóvil.
Arrancó
como un caballo brioso, a los tumbos y desbocado. Y como en una jineteada, tras
perder las riendas del volante, terminó incrustado en una estiba de bolsas de
trigo.
Todo
fue uno. El estruendo del choque, las bolsas cayendo, el grito desesperado de
la esposa, y el llanto desconcertado del bebé que nacía.
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