Ingresó
al cuarto. Hizo la señal de la cruz. Tomó con la mano derecha el ramito de
aromo del vaso con agua bendita y salpicó al difunto. Lo agitó de tal manera
que mojó el rostro de la viuda que lloraba desconsolada al grito de “¿Por qué?
¿Por qué, Juan? ¿Por qué?”.
Juntó
sus manos en actitud de santo apóstol y se paró a observar al muerto. Lo miró
en detalle, fijamente, mientras su rostro se iba contrayendo en rictus
dramáticos. Cuando se vio desbordado por la necesidad de expresar tanta
congoja, se arrojó sobre el féretro gritando “¿Por qué, Dios, por qué?”
Hombre
y ataúd cayeron ruidosamente al piso. Y al caer, el muerto salió despedido y el
hombre terminó dentro de la caja.
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