
Nos dejó
solos. Nos dejó una casa llena de silencios y un enorme vacío en nuestras vidas. Se marchó en otoño, en un atardecer gris y frío. Sin quejarse ni lamentarse. Cómo lo hizo todo
en su existencia: acatando la voluntad de Dios. Cerró sus ojos y se durmió
pacíficamente. Junto a ella, sus hijos, mirábamos sin comprender. “Mamá no
podía morir. Mamá era eterna”. Pero mamá murió. La luz de su mirada se apagó
lenta e inexorablemente. El cuerpo fue quedando tieso, las manos sin caricias,
sin ternura y sin afecto.
La habitación
se llenó de llanto. Las mujeres emitieron gritos desgarradores. Se abalanzaron
sobre el cuerpo sin vida, lo agitaron: “Mamá, mamá, no nos dejes”. Pero mamá ya
no estaba; mamá ya no podía escucharnos. Mamá se había ido. Nos dejó solos.
Absoluta y desoladamente solos. Sin su voz, sin su presencia colmando nuestras
existencias de amor. Sin el consuelo de saberla esperándonos aun cuando viviéramos lejos, muy lejos... Ella siempre
parecía esperarnos. Siempre podíamos volver y encontrarla en la casa de nuestra
niñez y abrazarnos a sus brazos y encontrar el consuelo que sólo ella era capaz
de brindarnos.
Alguien llamó
a la casa funeraria. Llegaron varios hombres con un féretro. Lo introdujeron en
la habitación, junto a la cama donde yacía el cuerpo de mamá. Frente a la
puerta cerrada, escuchamos el crujir de la madera, los ecos de la tapa que uno
de los hombres seguramente apoyaba contra la pared... y nos pareció imposible
imaginar que estuvieran colocando a mamá dentro de un ataúd.
Volvimos del
cementerio y mamá ya no estaba en casa. La casa, su casa, nuestra casa, estaba
de duelo. Todo parecía llorarla y extrañarla. Hablábamos entre sollozos,
murmurando. Alguien se animó a recordarla, luego otro y otro... y la casa se
llenó de vivencias, de anécdotas; de imágenes; de sentimientos dolorosos; de
sensaciones que asfixiaban el alma. Era terrible evocar a mamá y comprender que
ya no volveríamos a verla jamás.
Alguien se
repuso y se animó a decir que mamá ahora sólo era una tumba y nada más. Otro,
más práctico, reflexionó que “la vida continúa”. Opinó que había que seguir
adelante. Comenzó a hurgar en los secretos de mamá, en “su” cuarto, “su”
ropero, “su” ropa, “su” vida íntima... esa que apenas hacía unas horas le
pertenecía solamente a ella.
Los demás
hermanos no dijeron nada. La casa se convirtió en un caos. Se repartieron los
restos de mamá. Lo poco que dejó. Vaciaron la vivienda. Lo que tenía precio lo
vendieron; lo que tenía valor, lo llevaron consigo; y lo que no, lo arrojaron
al olvido.
A los pocos
días ya no había duelo. Todos partieron a sus lugares donde residían, junto a
sus propias familias, en Coronel Pringles, Bahía Blanca... Y me dejaron solo,
en la colonia, cargando recuerdos, angustia, soledad y llanto. Y me dejaron
solo, con mamá, que todos los domingos espera mi visita en el cementerio para
que le lleve un poco de agua bendita y le cuente de sus hijos que están lejos y
no vienen nunca a visitarla.