Como no amarla
tanto a Doña Ana. Esa anciana vestida de negro, con las manos abiertas al
abrazo, llenas de ternura, de Dünekuchen y pan casero con manteca y miel. Esa
abuela buena y siempre sonriente, a pesar de los duelos, de las angustias, de los
sufrimientos cotidianos y su pobreza permanente, que vivía a la vuelta de casa.
Eterna viuda de nuestra niñez. Con su corazón enorme. Su alma infinita. Su
comprensión constante. Sus consejos sabios. Su amor incondicional. Su recuerdo
a flor de piel de seres queridos que se le habían ido con los años y la vida,
que visitaba todos los días en el cementerio, para contarle sus vivencias,
llorar desconsoladamente, y dejarles flores y agua bendita.
Como no amarla
tanto a Doña Ana. Como no recordarla en este instante de soledad, si es un
trozo imborrable de mi niñez, esa niñez de antaño, entre casas de adobe y
calles de tierra. Esa niñez que vive en mi memoria, al igual que Doña Ana, que
partió el día que dije adiós y me fui de la colonia para no regresar jamás.
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