Por Armando J. Di Julio
(Chef internacional)

El techo de chapas
negras, resaltaba sobre las paredes celestes y el ventanal rojo carmesí.
Entrando, el pequeño estar con un sillón de cañas y mimbre con dos almohadones
multicolor. En la cocina comedor, el mueble vitrina donde reposaban algunos
vasos de vidrio azul, copitas de licor y varios platos.
Una alacena de
color verde con puertas corredizas y debajo, una mesada de cemento sobre dos
paredes de ladrillos. Encima, un calentador a bomba que impregnaba de olor a
kerosene todo el ambiente. A la izquierda, un dormitorio y afuera el baño.
Era una tibia
mañana de principios de otoño, los árboles comenzaban a pintar el claroscuro en
sus hojas y el boulevard cerraba con sus copas la calle de tierra recién
regada.
Ella volvió de la
feria con dos bolsas cargadas de comida, guardó las verduras, acomodó las
frutas, se preparó unos mates y organizó su día.
Volcó harina sobre
la mesa, formó un volcán, rompió dos huevos, agregó un chorrito de aceite, sal,
agua y unió los ingredientes. Amasó un rato y dejó descansar. Cortó varios
tomates bien maduros, picó ajo, los puso en una olla de barro con aceite,
agregó agua y dejó cocinar lentamente cerca de una hora.
Tomó la masa y con
un palote, estiró en forma oval, muy finita, la enrolló por el lado más largo y
con un cuchillo cortó tiritas, que luego abrió y separó –para Armandito- pensó.
Fideos caseros con salsa.
Casa y comida
humildes, pero llenas de amor. El mejor recuerdo de mi infancia. Mi abuela
Elena.
Desde china hasta
Italia, desde Japón hasta Perú o de Rusia hasta Israel (del Volga hasta la
Agentina), la fusión de los pueblos y la intelectualidad culinaria hicieron del
comer un arte, una forma de vivir.
Como profesional de
la cocina he recorrido un largo camino, que hoy comienzo a desandar con
ustedes.
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