Por María Rosa
Silva Streitenberger
En mi niñez hubo mucha felicidad. Felicidad frente
al tazón de leche tibia recién ordeñada y un pedazo de pan hecho por mamá.
Felicidad al ir al arroyo con mis hermanas a buscar bosta seca para la cocina a
leña y correr mariposas, o volver cantando las canciones de chicos. Felicidad
al compartir todos juntos la mesa a las doce en punto y saborear lo que mamá
nos cocinó con lo poco que había pero que sabía tan rico! Felicidad al ir a la
escuela y jugar con mis amigas y luego lavar el piso de mi aula y el de la
iglesia también, haciéndolo bien porque Dios me miraba y yo le tenía miedo.
Felicidad cuando mamá me mandaba a lo de alguna vecina viuda y viejita a ver si
necesitaba algo y llevarle polenta, yerba o pan y de paso limpiar la casa.
Felicidad cuando jugábamos a la gallinita ciega con mis amigas y rompíamos sin
querer el farol de la lámpara. Recibíamos flor de reto pero entre todas
juntábamos los centavos para comprar uno nuevo. Felicidad al irnos a dormir,
bajo un techo de chapa y una cama hecha con yuyo pero con el amor de mamá, papá
y mis hermanos flotando en el aire. Ese amor, esa felicidad, nunca más la volví
a sentir, aunque hoy mis comodidades son otras y tengo más de lo que existía en
aquél entonces, daría todo, todo por volver a sentir la felicidad de mi niñez.
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