Por Carlos
Castro Saavedra
La agricultura es como la mano de
Dios, abierta y llena de mazorcas. Los surcos son como las líneas de esa mano
infinita. Nace la agricultura cuando el cielo y la tierra se besan, cuando las
espigas se levantan y encienden sus granos de oro, para alumbrar el camino del
pan. Las parcelas responden a los hombres que las llaman con golpes de azadón.
La agricultura no se cansa de dar
frutos y de elevarlos hasta la boca de los hombres. Desde el principio del
mundo la tierra es generosa y derrama sus dones en plazas y mercados.
Agricultura es todo lo que el suelo produce, con la ayuda del sol y de la
lluvia, con el esfuerzo de los caballos y el sudor de los pobres.
Arrugadas y duras son las frentes de
los labriegos. Arrugadas de pensar surcos y duras de tanto batallar con el
invierno y el verano. Los labriegos parecen robles. Así son de sencillos y de
sabios. Parecen también montes, tierras altas que sufren y respiran. Van al
trabajo, a la faena diaria, con unos pasos anchos y seguros.
Por la mañana los labriegos brillan.
Sus rostros multiplican en las gotas de rocío que coronan el campo. Durante todo
el día el sol les quema las espaldas y les destiñe las franelas y los pañuelos
de azafrán. Por la tarde regresan a sus casas, con las herramientas en los
hombros. Brillan otra vez. Se apagan con el humo de las cocinas, que es como un
anticipo de la noche.
Quien quiera recobrar sus virtudes
originales y sentirse cerca del paraíso, que acuda a los brazos de la
agricultura, que se deje acariciar por las hojas de los platanales, por el
aliento de las lechugas y las zanahorias.
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