En el gallinero de
casa convivían en feliz armonía: gallinas, gansos, patos, pavos, algún
avestruz, o alguna otra ave silvestre recogida y criada entre las aves
domésticas que no discriminaban ni poseían estatus social. Todas por igual
corrían alrededor de mamá cuando llegaba con migas de pan, granos de trigo o
maíz. Saltaban hasta una altura impensada tratando de ver qué traía dentro de
su delantal levantado. Semejaban marionetas vivas danzando al compás de su
canto que remeda antiguas canciones alemanas. Arrojaba lo que traía en una
cubierta de automóvil cortada en dos para formar dos cuencos: uno para los
alimentos y otro para el agua.
El gallinero era un
pequeño galpón construido con mucho ingenio por papá, con paredes y techo de
chapa vieja y oxidada. En el interior, no se soportaba el frío en invierno y el
calor en verano. Las aves ponían los huevos en cajones de fruta acondicionados
con paja vizcachera: mamá era hábil construyendo nidos. ¡Les salían preciosos!
Y las aves le estaban agradecidas y le devolvían la gentileza poniendo gran
cantidad de huevos. Tantos que proveían al hogar de este alimento y en
ocasiones hasta sobraban para vender y hacer algunos pesos extra. Lo mismo que
aves, las que eran criadas para alimento de la familia y para comercializarlas
y colaborar con la economía hogareña cuando las cosas no marchaban bien. ¡Y
vaya si colaboraban! Mamá sabía muy bien cómo hacer para que el gallinero
produzca cuando papá no tenía trabajo o estábamos de malas.
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