Fuente: Carlos Castro Saavedra

Tiene la carpintería un ambiente casi
místico, una como aureola de santidad. Allí, en medio de la madera fragante y
las herramientas bruñidas por el sol, pesa menos el alma y el corazón palpita
humildemente. Ningún sitio mejor que un taller de carpintería para recobrar la
inocencia, para pensar cosas elementales, para recordar que un día, cuando
venga la muerte y cubra nuestro sueño eterno con su manto, empezaremos a ser
raíces, tallos, troncos, y más tarde madera aserrada, lista para ser transformada
por los carpinteros.
¡Bendita sea la carpintería! Loados
sean los carpinteros! Ella es simple y venerable. Ellos son simples también e
igualmente venerables. Una y otros, forman un solo reino claro, donde la poesía
y el trabajo se funden, para materializar los sueños más sencillos y nobles.
Amar la carpintería es tanto como
entender que la madera es casi humana, casi madre, y que por eso en ella,
cuando es árbol, se reúnen los pájaros a mecerse y a cantar sus canciones
ingenuas.
Y que un día todos los hombres, en
una u otra forma, carpinteros nos volvamos, para simplificar y ennoblecer la
vida.
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