Abuela se levantaba a las tres de
la mañana para hornear el pan familiar en el horno de barro que había construido
abuelo detrás de la casa. Preparaba el tradicional Kalach, el pan de los
alemanes del Volga que después sus nietos comíamos durante el desayuno untado
con manteca y miel.
Concluida la tarea, se aprestaba
a lavar la ropa de todos los integrantes de la familia en la enorme palangana
de chapa, fabricada por Kunst, el hombre que lo arreglaba todo en la colonia. Lavaba a mano, fregando las
prendas en la tabla de lavar, también fabricación local, realizada por José, el
carpintero.
Mientras
lavaba, comenzaba a preparar el almuerzo. Desde temprano, para que todo
estuviera bien cocido. Buscaba las verduras en su huerta, las pelaba, cortaba y
picaba. La carne la proveían sus animales domésticos. Los fideos los amasaba
ella.
Era
poco, casi nada, lo que se compraba en el almacén de don Juan. Apenas la harina
y algún ingrediente menor.
A las
doce, con el toque de las campanas de la iglesia, llamaba a almorzar. La cocina
olía a abuela, a hogar. En el ambiente se respiraba amor. EL mismo amor que
surge en mi corazón, al recordarla, al escribir estas líneas y eternizarla en
esta remembranza.
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