
A partir de allí, cambio completamente
nuestro estilo de vida. El de los niños y el de los mayores también, por
supuesto. Porque mientras los niños nos sentimos atraídos frente al televisor
por las aventuras y la magia de las series, nuestros padres eran seducidos por
la seriedad de los noticieros y el glamur de las telenovelas.
Ya no hubo tiempo para que nuestros
padres se sentaran a la noche en la vereda a conversar con los vecinos mientras
comían girasoles o tomaban mate en tanto nosotros jugábamos nuestros clásicos
juegos infantiles heredados de los ancestros o para enfrascarnos en la paciente
aventura de cazar bichitos de luz para meterlos dentro de un frasco y
utilizarlos como velador, algo que la mayoría de los niños no teníamos.
La tele, con sus
series y personajes, renovó nuestra imaginación, el deseo de vivir nuevas
aventura y nuevos juegos, padres más informados sobre lo que sucedía en el país
y en el mundo, merced al noticiero, y madres con conocimientos sobre la vida de
los artistas protagonistas de las telenovelas; pero el precio que pagamos es
muy alto: la tele nos dio, es cierto, pero también nos quitó, nos quitó nuestro
estilo de vida, nuestra idiosincrasia y parte de nuestra identidad.
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