-¡Carencias! –dijo-. ¡Eso es lo que
tuvimos siempre! ¡Nos faltó de todo! El que niega que en nuestra infancia nos
faltó de todo es un mentiroso –enfatizó-. No teníamos ni para comer. No
teníamos suficiente comida –repitió-, no teníamos muestras de cariño, no
teníamos juguetes de verdad, no teníamos razón jamás ni la oportunidad de abrir
la boca. La palabra de papá era santa y no se ponía en duda nunca aunque
después quedara demostrado que estaba equivocado. Nada fue sencillo en nuestra
niñez. Ni un beso, ni uno solo, ¡carajo! ¿Es mucho pedir un beso, una muestra
de ternura y compresión? ¡Éramos niños! Un beso en la mejilla era debilidad y
un beso en la boca un asco. Mirar a un chica era pecado. Llorar por una
golosina nos conducía al infierno donde nos esperaban las llamas eternas del
diablo. Llorar por un juguete significaba recibir una paliza de la que no te
olvidas en toda tu vida. ¡Por pretencioso y maricón! –remarcó-. Los hombres no
lloran. Las mujeres tampoco. Había que ser fuerte y trabajar, ¡carajo!
-Pero éramos felices –protestó don Juan.
-Porque no conocíamos otra cosa. Éramos
conformistas, que no es lo mismo. ¡Con – for – mis – tas! Eso es lo que éramos.
-No éramos conformistas. No nos
quedábamos quietos viendo el tiempo pasar sin hacer nada. Todo lo contrario:
éramos muy creativos. Fabricábamos nuestros propios juguetes.
-¿Con qué? O ya te olvidaste que lo
hacíamos con desperdicios, con restos de porquería que dejaban a nuestro
alcance nuestros mayores: madera, clavos, chapa, latas y otras basuras que no les
servían a nadie. Jamás nos dieron algo de valor para jugar. No confiaban en
nosotros. Esa es la realidad. No nos daban nada. Tenían miedo que lo
rompiéramos. Todo estaba fuera de nuestro alcance. Desde lo material hasta lo
afectivo. Era el colmo de la discriminación y la desdicha. Nos discriminaban de
todos lados porque éramos niños. ¿O ocaso a vos te regalaron algo alguna vez o
te hicieron una caricia, una demostración de afecto o ternura? ¿No es cierto
que no?
-¡Eso es mentira! –gritó don Juan-. ¡Mis
padres no me discriminaban!
-¿Mentira? ¿No te acordás que los niños
molestaban en todos lados? ¡Los adultos no nos querían cerca! No nos dejaban
participar absolutamente de nada. Ni siquiera de las reuniones familiares. ¿O
te olvidás que cuando había visitas en casa nos recluían en otra habitación
para que no escucháramos las conversaciones que mantenían? En las comidas
tampoco se nos permitía participar del diálogo familiar. Si nos atrevíamos a
decir algo, nos fulminaban con la mirada. Papá solamente era accesible para
pegarnos si nos mandábamos una macana o una travesura fulera. Mamá hacía lo
suyo para que no lo quisiéramos, repitiendo: “Ya vas a ver cuando se lo cuente
a tu padre”. Y cuando venía papá, temblábamos de terror, suplicándole a Dios
que mamá no le contara nada.
-¡Sos demasiado injusto! Sos un
desagradecido. Un resentido –se enojó don Juan.
-¿Resentido? Describo la realidad. Nos
castigaban por cualquier tontería. Todo era pecado. Por cualquier estupidez nos
amenazaban con que íbamos a terminar ardiendo en el fuego eterno del infierno y
con el castigo de Dios. Más que amar a Dios nos enseñaron a tenerle un miedo
atroz. ¿O te olvidás el pánico que nos invadía cuando mamá nos decía: “Jesusito
te va a castigar. Te van a clavar un clavo como a Él”. Y nosotros temblábamos
cada vez que mirábamos la cruz. Encima nos decían que Dios estaba en todos
lados y que veía cada cosa que hacíamos. Y así nos llenaron de culpas. De
miedos. De incertidumbre. De ansiedad. De angustia.
-¡Sos un delirante! –le espetó Juan.
-¡Y como si todo eso no fuera
suficiente, a los nueve años ya nos mandaban a trabajar! ¡A la – bu – rar!
¡Fuera de la escuela y al campo, carajo! ¡Nada de estudiar! Estudiar no servía
para nada. Trabajar sí porque aportada dinero para mantener la casa y alimentar
la desproporcionada cantidad de hijos que tenían todos. ¡Hasta eso! Se daban el
lujo de tener más hijos de los que podían mantener. Y nos mandaban a trabajar
sin despedirnos, sin darnos un beso. ¡Nada! Nos íbamos como guachos con
nuestros ataditos de ropa a una estancia que no conocíamos con peones más
grandes que nosotros, que también nos eran ajenos. Llevábamos dos o tres
prendas remendadas y gran cantidad de llanto que vertíamos de noche, en
secreto. ¡Ah! Me olvidaba. ¡Eso sí! El sueldo había que llevarlo a casa y
entregarlo enterito a mamá. Ella nos compraba la ropa y nos daba unos pesitos
para nuestros gastos. ¡Así hasta que nos casábamos! Y después había que
entregarlo a la esposa: ella administraba el dinero del hogar.
-¡Por eso estás acá! ¡Estás viejo, loco
y rezongón! ¿Quién te soporta a vos en una casa de familia, decime? Ahora
entiendo por qué tus hijos te metieron en este lugar –sonrió maliciosamente don
Juan.
-¡Mi familia…! Ni bien se murió mi
esposa y me quedé solo, aprovecharon la primera excusa para proclamar a los
cuatro vientos que estaba viejo. Se lo contaron a todo el mundo. ¿Y sabés por
qué? Para calmar sus consciencias. Para acallar el qué dirán. Para mantener las
apariencias. Y ni bien lograron meterme acá, vendieron mi casa y las setenta
hectáreas de campo que tenía. Que había heredado de mi padre y él de su padre.
Se repartieron la guita y a mí me olvidaron. ¡Esa es mi familia!
Esta vez don Juan no dijo nada. No había
cómo contradecir una verdad absoluta. Una verdad que se parecía mucho a la que
él había vivido.
Pobres abuelos que vida, asi era la cultura, frios distantes, no tengo tantos años y debo decir que de grande descubri otro Dios ,aquel que me amaba y siempre me daba la oportunidad de ser mejor cristiano, , recuerdo las noches sin dormir cuando le sacábamos a la abuela los cuadraditos de azúcar que guardaba en la despensa jajaj.
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