Por José Brendel
“Parte
vital del mundo infantil, era ser monaguillo. Para llegar a ese honor, había
que pasar una serie de pruebas, ante el Padre y el Schulmeister. Una vez
ingresado en el coro de los monaguillos, bulliciosa y eternamente despeinada
grey al servicio del altar —pues para
dar salida a los cofrades, los días de fiesta se ayudaba hasta de a diez— había
sus prioridades. Una de ellas muy importante, la representaba el incensario,
cuya posesión se conquistaba a codazos, a falta de espacio para
ulterioridades, y el encargado del fuego. Este último inspiraba marcada
preferencia. Se podía estar afuera de la iglesia —en continuación moral con los
oficios mientras allí la gente se moría de calor en las largas misas
cantadas—, revoleando en un alambre el recipiente del fuego como una honda
davídica, y aún quedaba tiempo para tirarle alguna piedra a las palomas
imprudentes, que se acercaran a las cornisas...”.
Los niños soñaban con ser
monaguillos
La
inocencia de los niños, es, al decir de los que saben, el reflejo del hogar y
de su medio ambiente. Mucho se ha escrito, y se escribirá aún, sobre cómo se
debe educar a los niños, pero nunca los autores llegan a ponerse de acuerdo de
una época a la otra, y a la postre resulta, que lo que ayer era sabia ley
pedagógica, hoy es desechada y suplida por otra más moderna y psicológica, lo
que al fin demuestra, que la anterior era mala, y la nueva es mejor, cuando
no, que ambas son malas, pues dentro de un tiempo serán sustituidas por otras.
Si
hay algo que ha preocupado constantemente al género humano, es la educación de
sus niños. Pero por lo visto, aún no hay acuerdo en los métodos, debido unas
veces, a que el autor del libro esconde cuidadosamente el fracaso en la
educación de sus propios hijos y ensaya su sabiduría en los demás, o quien
escribe, teoriza en el aire como una poesía, pues carece de hijos, y entonces
resulta infinitamente más fácil el educarlos.
Yo
no quiero, caro lector, agregar otro sistema más, pero sí, afirmo por propia
experiencia de niño, que en la colonia, sin textos pedagógicos, y con la sola
aplicación de un profundo cristianismo y el cumplimiento exacto de los diez
Mandamientos, existía un inocencia, casi incomprensible a la luz de los tiempos
modernos.
Quizás
alguien esboce una sonrisa, suponiendo que los chicos colonienses de aquellos
tiempos heroicos eran tontos; ¡no! ¡Ni mucho menos! Eran como lo son, lo fueron
y lo serán todos los niños de la tierra, por el mero hecho de serlo; pero el
hogar, la escuela, que era su continuación y la Iglesia que era su alma, obraban
el milagro de una inocencia, sin abrir los ojos a la vida antes de tiempo, y
bajo la mirada atenta del Padre, a través de las rejillas de su confesionario,
el que hasta este momento ponía en práctica el sistema pedagógico más barato y
eficiente.
Podemos
imaginar, que no siempre los esposos estaban de acuerdo en todos los
procedimientos y acontecimientos de la vida hogareña. ¿Pero cuál de los niños
de la vieja colonia puede afirmar, haber visto discutir o pelear a sus padres
en su presencia?
Recién
mucho más tarde nos explicamos los niños de ayer, por qué, después de una
reunión secreta en la Kleine Stube —sede habitual del comando familiar— salía
nuestra madre secándose alguna lagrimilla: es que allí se había discutido un
procedimiento, una influencia, o un método, como quizás también se había
corregido un error.
La
niñez, como pude comprobar por propia experiencia, era totalmente feliz. No
había ambiciones de cosas imposibles, ni sueños irrealizables. Los juguetes
como hoy se conciben, eran muy raros en esa época, lo que no quiere decir que
los niños no tuvieran los suyos, fabricándoselos, y su tema siempre eran o
máquinas de trillar o de segar, o carros de diversos tamaños . .. pero siempre
"made in home" industria doméstica.
La
posesión de dinero, era algo fuera de nuestro alcance. Los domingos y no todos,
nuestra madre nos daba, después de mucho cargosear, diez centavos para
caramelos ... y con diez centavos en el bolsillo, un pibe coloniense se sentía
más rico que Anchorena.
Recuerdo,
que cierto año, habiendo vendido mi padre la cosecha, me compró un caballito,
con música en una de sus ruedas de soporte. Valía un peso . . . pero para mi
concepto financiero no se pagaba con un millón ... Lo guardaba en el armario y
sólo algunas veces en la semana, salía el caballito a dar una vuelta , .,
detalles, que quizás no dicen nada . . . ; ¡pero me lo hubieran preguntado
entonces!. ..
Parte
vital del mundo infantil, era ser monaguillo.
Para
llegar a ese honor, había que pasar una serie de pruebas, ante el Padre y el
Schulmeister, que eso en realidad era lo de menos ... porque lo serio era el
rito "piel roja" de los puños de los congéneres, ya que las plazas
eran pocas y demasiados los candidatos, y sobre todo para mí, demasiado
grandes. Ante esa desventaja física, los pequeñitos nos hacíamos de un
rebusque, para ponernos en igualdad de fuerzas: acudíamos a los Vorsteher, y
con esa cuñita (¡criollos al fin!) vencíamos la resistencia.
Esa
sotanita colorada costaba unas veces rabia, y otras trompadas, chichones que
se mantenían en secreto, y alguna lagrimilla sorbida en la pelea, de puro
guapo.
Una
vez ingresado en el coro de los monaguillos, bulliciosa y eternamente
despeinada grey al servicio del altar, —pues para dar salida a los cofrades,
los días de fiesta se ayudaba hasta de a diez— había sus prioridades. Una de
ellas muy importante, la representaba el incensario, cuya posesión se
conquistaba a codazos, a falta de espacio para ulterioridades, y el encargado
del fuego. Este último inspiraba marcada preferencia. Se podía estar afuera de
la iglesia —en continuación moral con los oficios mientras allí la gente se
moría de calor en las largas misas cantadas—, revoleando en un alambre el
recipiente del fuego como una honda davídica, y aún quedaba tiempo para
tirarle alguna piedra a las palomas imprudentes, que se acercaran a las
cornisas...
En
ese tiempo, el fuego para el servicio del altar, no se preparaba en la
Parroquia, sino que el monaguillo a cargo, todo de colorado, salía por el
pueblo a buscárselo.
Era
la hora más apropiada; las cocinas marchaban a todo tempo, alimentadas por la
buena leña pampeana, y había brasas en abundancia. Pero, en vez de ir a
requerir el elemento a las casas vecinas, de Leonhardt, Vogel o Bayer, que
estaban frente a la iglesia, el monaguillo elegía la última casa de la villa,
para caminar más lejos.
Uno
recorría las calles dormidas de la colonia dominguera, sin un alma, hasta
aparecer como peludo de regalo en la cocina de los Beratz, mostrando desde
lejos el recipiente sagrado: Feuer! ¡Fuego!
Durante
las Rogativas, en que se iba hasta las tres Cruces del campo, los niños
marchaban adelante en formación y tomados de la mano, en dos bandas, varones y
niñas. En medio caminaba Don Juan, todo lleno de devoción. trasmitiendo por
repetición hacia la grey infantil las Letanías de todos los Santos, para su
contestación.
Los
muchachos rezaban distraídamente, mientras sus ojos vagaban por los campos
vecinos, llevándose a cada rato algún pozo por delante. Entonces Don Juan
intercalaba sabias advertencias entre las advocaciones: ¡San Matías... ruega
por nosotros!... ¡San Pedro . . . chicos más hacia la alambrada! . . . ruega
por nosotros ¡Santa Cecilia ... vean por donde caminan!... ruega por nosotros!
¡San Andrés. . . mira infeliz qué has pisado!. . . ruega por nosotros!
Cuando desde el tiempo que pasó se repasan esos recuerdos, historia de un alma infantil, uno se sonríe con cierta añoranza y el corazón se ve desbordado de melancolía por una época que ya no retornará.
Cuando desde el tiempo que pasó se repasan esos recuerdos, historia de un alma infantil, uno se sonríe con cierta añoranza y el corazón se ve desbordado de melancolía por una época que ya no retornará.
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