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lunes, 27 de enero de 2014

¿Cómo se vivía la niñez entre los alemanes del Volga de antaño?

Por José Brendel

“Parte vital del mundo infantil, era ser monaguillo. Para llegar a ese honor, había que pasar una serie de pruebas, ante el Padre y el Schulmeister. Una vez ingresado en el coro de los monaguillos, bulliciosa y eternamente despeinada grey al servicio del altar  —pues para dar salida a los cofrades, los días de fiesta se ayudaba hasta de a diez— había sus prioridades. Una de ellas muy importante, la representaba el incensario, cuya posesión se conquistaba a co­dazos, a falta de espacio para ulterioridades, y el encargado del fuego. Este último inspiraba marcada preferencia. Se podía estar afuera de la iglesia —en continuación moral con los oficios mien­tras allí la gente se moría de calor en las largas misas cantadas—, revoleando en un alambre el recipiente del fuego como una hon­da davídica, y aún quedaba tiempo para tirarle alguna piedra a las palomas imprudentes, que se acercaran a las cornisas...”.
                                                                                        
Los niños soñaban con ser monaguillos

La inocencia de los niños, es, al decir de los que saben, el re­flejo del hogar y de su medio ambiente. Mucho se ha escrito, y se escribirá aún, sobre cómo se debe educar a los niños, pero nun­ca los autores llegan a ponerse de acuerdo de una época a la otra, y a la postre resulta, que lo que ayer era sabia ley pedagógica, hoy es desechada y suplida por otra más moderna y psicológica, lo que al fin demuestra, que la anterior era mala, y la nueva es me­jor, cuando no, que ambas son malas, pues dentro de un tiempo serán sustituidas por otras.
Si hay algo que ha preocupado constantemente al género hu­mano, es la educación de sus niños. Pero por lo visto, aún no hay acuerdo en los métodos, debido unas veces, a que el autor del li­bro esconde cuidadosamente el fracaso en la educación de sus propios hijos y ensaya su sabiduría en los demás, o quien escribe, teoriza en el aire como una poesía, pues carece de hijos, y enton­ces resulta infinitamente más fácil el educarlos.
Yo no quiero, caro lector, agregar otro sistema más, pero sí, afirmo por propia experiencia de niño, que en la colonia, sin textos pedagógicos, y con la sola apli­cación de un profundo cristianismo y el cumplimiento exacto de los diez Mandamientos, existía un inocencia, casi incomprensible a la luz de los tiempos modernos.
Quizás alguien esboce una sonrisa, suponiendo que los chicos colonienses de aquellos tiempos heroicos eran tontos; ¡no! ¡Ni mucho menos! Eran como lo son, lo fueron y lo serán todos los ni­ños de la tierra, por el mero hecho de serlo; pero el hogar, la es­cuela, que era su continuación y la Iglesia que era su alma, obra­ban el milagro de una inocencia, sin abrir los ojos a la vida antes de tiempo, y bajo la mirada atenta del Padre, a través de las rejillas de su confesionario, el que hasta este momento ponía en práctica el sistema pedagógico más barato y eficiente.
Podemos imaginar, que no siempre los esposos estaban de acuerdo en todos los procedimientos y acontecimientos de la vi­da hogareña. ¿Pero cuál de los niños de la vieja colonia puede afirmar, haber visto discutir o pelear a sus padres en su presencia?
Recién mucho más tarde nos explicamos los niños de ayer, por qué, después de una reunión secreta en la Kleine Stube —sede habitual del comando familiar— salía nuestra madre secándose alguna lagrimilla: es que allí se había discutido un procedimiento, una influencia, o un método, como quizás tam­bién se había corregido un error.
La niñez, como pude comprobar por propia experiencia, era totalmente feliz. No había ambiciones de cosas imposibles, ni sueños irrealizables. Los juguetes como hoy se conciben, eran muy raros en esa época, lo que no quiere decir que los niños no tuvieran los suyos, fabricándoselos, y su tema siempre eran o máquinas de trillar o de segar, o carros de diversos tamaños . .. pero siempre "made in home" industria doméstica.
La posesión de dinero, era algo fuera de nuestro alcance. Los domingos y no todos, nuestra madre nos daba, después de mu­cho cargosear, diez centavos para caramelos ... y con diez cen­tavos en el bolsillo, un pibe coloniense se sentía más rico que Anchorena.
Recuerdo, que cierto año, habiendo vendido mi padre la cosecha, me compró un caballito, con música en una de sus ruedas de soporte. Valía un peso . . . pero para mi concepto financiero no se pagaba con un millón ... Lo guardaba en el ar­mario y sólo algunas veces en la semana, salía el caballito a dar una vuelta , ., detalles, que quizás no dicen nada . . . ; ¡pero me lo hubieran preguntado entonces!. ..
Parte vital del mundo infantil, era ser monaguillo.
Para llegar a ese honor, había que pasar una serie de pruebas, ante el Padre y el Schulmeister, que eso en realidad era lo de me­nos ... porque lo serio era el rito "piel roja" de los puños de los congéneres, ya que las plazas eran pocas y demasiados los candi­datos, y sobre todo para mí, demasiado grandes. Ante esa des­ventaja física, los pequeñitos nos hacíamos de un rebusque, para ponernos en igualdad de fuerzas: acudíamos a los Vorsteher, y con esa cuñita (¡criollos al fin!) vencíamos la resistencia.
Esa sotanita colorada costaba unas veces rabia, y otras trom­padas, chichones que se mantenían en secreto, y alguna lagrimilla sorbida en la pelea, de puro guapo.
Una vez ingresado en el coro de los monaguillos, bulliciosa y eternamente despeinada grey al servicio del altar, —pues para dar salida a los cofrades, los días de fiesta se ayudaba hasta de a diez— había sus prioridades. Una de ellas muy importante, la representaba el incensario, cuya posesión se conquistaba a co­dazos, a falta de espacio para ulterioridades, y el encargado del fuego. Este último inspiraba marcada preferencia. Se podía estar afuera de la iglesia —en continuación moral con los oficios mien­tras allí la gente se moría de calor en las largas misas cantadas—, revoleando en un alambre el recipiente del fuego como una hon­da davídica, y aún quedaba tiempo para tirarle alguna piedra a las palomas imprudentes, que se acercaran a las cornisas...
En ese tiempo, el fuego para el servicio del altar, no se pre­paraba en la Parroquia, sino que el monaguillo a cargo, todo de colorado, salía por el pueblo a buscárselo.
Era la hora más apropiada; las cocinas marchaban a todo tempo, alimentadas por la buena leña pampeana, y había brasas en abundancia. Pero, en vez de ir a requerir el elemento a las casas vecinas, de Leonhardt, Vogel o Bayer, que estaban frente a la iglesia, el monaguillo elegía la última casa de la villa, para cami­nar más lejos.
Uno recorría las calles dormidas de la colonia dominguera, sin un alma, hasta aparecer como peludo de regalo en la cocina de los Beratz, mostrando desde lejos el recipiente sagrado: Feuer! ¡Fuego!
Durante las Rogativas, en que se iba hasta las tres Cruces del campo, los niños marchaban adelante en formación y tomados de la mano, en dos bandas, varones y niñas. En medio caminaba Don Juan, todo lleno de de­voción. trasmitiendo por repetición hacia la grey infantil las Le­tanías de todos los Santos, para su contestación.
Los muchachos rezaban distraídamente, mientras sus ojos va­gaban por los campos vecinos, llevándose a cada rato algún pozo por delante. Entonces Don Juan intercalaba sabias advertencias en­tre las advocaciones: ¡San Matías... ruega por nosotros!... ¡San Pedro . . . chicos más hacia la alambrada! . . . ruega por nosotros ¡Santa Cecilia ... vean por donde caminan!... ruega por nos­otros! ¡San Andrés. . . mira infeliz qué has pisado!. . . ruega por nosotros!
Cuando desde el tiempo que pasó se repasan esos recuerdos, historia de un alma infantil, uno se sonríe con cierta añoranza y el corazón se ve desbordado de melancolía por una época que ya no retornará.

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