Rescata

Para más información pueden comunicarse al WhatsApp: 2926 461373 o al Correo electrónico juliomelchior@hotmail.com

domingo, 5 de octubre de 2025

Mis libros te esperan en el aniversario de Santa Anita, en la provincia de Entre Ríos

 Mis libros, que ofrecen un recorrido por la historia y cultura de los alemanes del Volga, sus tradiciones y costumbres, su gastronomía y el dialecto que se habla en sus aldeas, podrán ser hojeados y adquiridos durante este multitudinario evento.

Para asegurar que todos los interesados puedan acceder a este material, la exhibición y venta estará a cargo de María de los Ángeles (Mariel) Jacob, una persona dedicada a la difusión de esta herencia cultural e incluso coautora de una obra que rescata la historia de la localidad de Santa Anita.
Los títulos de los libros que estarán disponibles son: “La gastronomía de los alemanes del Volga”, “Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga”, “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga”, “La vida privada de la mujer alemana del Volga” y “La infancia de los alemanes del Volga”.
Adquirir estos libros es un acto de amor y memoria, una forma concreta de mantener viva la voz de aquellos que forjaron nuestra identidad con tanto esfuerzo y sacrificio.
Mis libros los esperan en Santa Anita, en la provincia de Entre Ríos, el próximo 12 de octubre, para celebrar nuestras raíces y asegurar que el legado de los alemanes del Volga continúe inspirando a las nuevas generaciones.

Gracias a todos los que pasaron por nuestro stand en la Primera Muestra de Turismo en Coronel Suárez

 Gracias a todas las personas que pasaron por el stand del escritor Julio César Melchior con el que participamos en la Primera Muestra de Turismo en Coronel Suárez, organizado por docentes y estudiantes de la Tecnicatura Superior en Turismo del Instituto de Formación Docente y Técnica Nº 160, que se llevó a cabo este domingo pasado en el Mercado de las Artes, en Coronel Suárez.
Fue una gran oportunidad para difundir la historia y el patrimonio cultural e histórico de los pueblos alemanes y los descendientes de alemanes del Volga plasmado en los libros del escritor Julio César Melchior.
Un profundo agradecimiento de María Claudia Melchior y María Rosa Silva Streitenberger, quienes estuvimos al frente del stand y participamos de esta exitosa muestra.

jueves, 25 de septiembre de 2025

El jardín de la abuela

 Pasa el tiempo, los meses y los años, y todavía la veo a mi abuela arrodillada en la tierra, al frente de su casa, trasplantando plantines de diferentes variedades de flores. Rodeada de rosas, margaritas, petunias, amapolas, en una escena multicolor. El zumbido de las abejas y algún colibrí yendo de flor en flor.
Mi abuela tenía un cuchillo gastado, para realizar  los hoyos en la tierra donde ubicar los plantines, una azada vieja para carpir y un rastrillo antiguo, porque no solamente trasplantaba sino que mantenía una ardua lucha con los rebeldes yuyos que se atrevían a invadir su jardín, que siempre  lucía limpio, ordenado y sumamente pulcro.
Mi abuela regaba con una regadera y un balde, mientras sacaba agua con la bomba, que ella misma bombeaba. En su casa no había motores, mangueras ni regadores o rociadores artificiales. Todo eso vino después, cuando ella ya no estaba.
Se levantaba bien temprano a la mañana, pasaba por el baño, encendía la cocina a leña, calentaba agua y preparaba mate. Y sorbiendo el primer mate, salía al patio, a recorrer su jardín, a controlar si durante la noche no había habido una invasión de hormigas, o alguna otra plaga. Cortaba las flores y las hojas secas. Las guardaba en el enorme bolsillo de su delantal, para no ensuciar el patio. Luego retornaba a la cocina y terminaba de tomar mate, mientras comía un poco de pan con manteca y miel, para finalmente salir a regar. Porque abuela regaba a medida que amanecía y cuando anochecía, cuando el sol comenzaba a irse a dormir. Mi abuela, como ya se habrán dado cuenta, adoraba su jardín y amaba las flores. 

viernes, 19 de septiembre de 2025

Girasoles y luciérnagas

 Las noches de verano en mi aldea eran una sinfonía de rituales sencillos. Después de cenar, un
murmullo de vida se despertaba en las veredas. Con mi madre, salíamos de la casa, llevando sillas y un plato hondo lleno de semillas de girasol, un tesoro que nos prometía horas de deleite.
Nos sentábamos en la vereda, y mamá abría cada semilla con una precisión que yo envidiaba. Pronto, las veredas se llenaban de vecinos. El sonido de las cáscaras de girasol al romperse era un suave crac-crac, una banda sonora que se unía a las conversaciones animadas. Era el momento de compartir las novedades del día, de reír a carcajadas por una anécdota y de sentirnos parte de algo más grande.
Mientras los adultos hablaban, el mundo se abría para nosotros, los niños. Mis hermanos, mis amigos y yo nos volvíamos fantasmas en la oscuridad, moviéndonos de un lado a otro. La rayuela, dibujada en la calle de tierra que brillaba bajo la luz de un farol lejano, era una invitación a saltar. El juego de la mancha nos hacía correr y gritar con una energía inagotable.
Pero nuestro juego favorito era la caza de luciérnagas. Con frascos de vidrio en la mano, nos adentrábamos en el jardín o en los patios baldíos, persiguiendo esas pequeñas estrellas que parpadeaban en la hierba alta. El aire se llenaba de nuestra emoción, de nuestros susurros y risas silenciosas. Atrapábamos las luciérnagas, las metíamos en el frasco y las observábamos, creando una linterna mágica que brillaba en la noche. Después, con un sentimiento de respeto, las liberábamos, devolviendo su luz al universo.
Ahora, lejos de la aldea, en una ciudad donde el ruido ahoga las conversaciones y las luces de neón ocultan las estrellas, cierro los ojos y me transporto a esas noches de verano. Puedo oler el aire fresco, escuchar el crac-crac de las semillas y sentir la emoción de atrapar una luciérnaga. En esos recuerdos, no éramos solo niños jugando. Éramos parte de un ritual antiguo, de una conexión que se tejía en la oscuridad, a la luz de las estrellas y el brillo fugaz de nuestros pequeños insectos de luz.

martes, 16 de septiembre de 2025

Ya está a la venta "Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga", el nuevo libro del escritor Julio César Melchior

 El escritor Julio César Melchior anuncia que su más reciente obra, "Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga", ya se encuentra disponible para el público. Este libro, que es el resultado de una profunda investigación y un emotivo compromiso personal, promete ser una lectura fundamental para quienes deseen conectar con la historia y el legado cultural de una de las comunidades inmigrantes que aportaron su esencia para engrandecer la Argentina.

Lejos de ser una simple crónica histórica, "Hilando Recuerdos" es un viaje al corazón de las familias. A través de relatos orales, anécdotas y vivencias que atestiguan un pasado lleno de desafíos y esperanzas, Melchior rescata la esencia de la vida cotidiana de los alemanes del Volga. La obra celebra la tenacidad de los pioneros, la calidez de las tradiciones que se mantuvieron a través del tiempo y el inmenso valor de las historias que se transmitieron de generación en generación.
El autor invita a todos los lectores a sumergirse en las páginas de este libro, que es tanto un homenaje a sus antepasados como un puente entre el pasado y el presente. "Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga" es un testimonio vivo que honra la resiliencia y la valentía de quienes forjaron su destino en una nueva tierra.

El libro puede adquirirse escribiendo al WhatsApp 2926 461373 o al correo electrónico juliomelchior@hotmail.com

María Rosa Silva Streitenberger             -           María Claudia Melchior

domingo, 14 de septiembre de 2025

La comunidad de Pueblo Santa María celebra sus tradicionales fiestas Kerb

 La fiesta Kerb es una celebración religiosa que trasciende ese ámbito para convertirse en el epicentro de la vida social y familiar. Pero, ¿qué es exactamente una fiesta Kerb y por qué es tan importante para la localidad de Pueblo Santa María?

La Kerb es una celebración anual en honor a la santa patrona dela localidad, una tradición que fusiona la fe y la cultura y se divide en dos partes bien definidas. La primera, de carácter religioso, se lleva a cabo cada 8 de septiembre, jornada en la que se conmemora la entronización de la iglesia en honor a la Virgen, en el día de su Natividad. Ese día se realizan misas, novenas y una procesión solemne donde la imagen de la Virgen es llevada por las calles en medio de cánticos y oraciones. La segunda parte es la fiesta secular y familiar, que se celebra el fin de semana siguiente. Antiguamente, los festejos se extendían desde el jueves hasta el lunes, en que una procesión se dirigía al cementerio para rendir homenaje a los colonos fallecidos, un acto que subraya la conexión de la comunidad con sus raíces y su historia.

Preparativos para el festejo

En otros tiempos, y a medida que se acercaba la fecha, el pueblo entero se llenaba de actividad. Las mujeres de la familia realizaban una serie de tareas meticulosas que duraban semanas. Desde la limpieza profunda de cada rincón de la casa hasta el amasado y horneado de decenas de Dünne Kuchen en los hornos de barro.
Una de las costumbres más curiosas era la de blanquear las paredes de adobe con cal, a veces utilizando el residuo del carburo cálcico de los equipos de soldadura. Las abuelas, con una creatividad innata, decoraban las paredes interiores estampando ovillos de lana mojados en tintura azul. En las casas más acomodadas, con ladrillos a la vista, los techos se pintaban de rojo y las puertas y ventanas de verde. Esta tradición creaba una imagen icónica del pueblo: casitas agrupadas a la sombra de la torre de la iglesia, una estampa que recordaba a las aldeas europeas.

El regreso a casa para celebrar en familia

Con la llegada de la Kerb, la población de la colonia se multiplicaba. Familias enteras, que habían emigrado en busca de trabajo, regresaban a su hogar. Llegaban en tren o en carros tirados por caballos, a veces tras días de viaje, cargados con alimentos y provisiones para compartir. Para muchos, esta era la única oportunidad de reencontrarse con sus seres queridos.
El espíritu festivo se contagiaba a toda la comunidad. La iglesia se vestía de fiesta, con grandes y vistosos arreglos florales en el altar, que se cubría con los manteles más elaborados, en los púlpitos y en otros lugares destacados del templo, se encendían más velas que las habituales y se colocaban estandartes y guirnaldas.
Lo mismo sucedía en las escuelas parroquiales donde las hermanas religiosas se esmeraban por adornar las aulas, los pasillos y los patios con banderines de colores y organizaban todo tipo de eventos, desde quermeses hasta obras de teatro.
Las calles se engalanaban con adornos coloridos, mientras la música resonaba en el ambiente, desde grabaciones nostálgicas hasta las actuaciones en vivo de orquestas. Las instituciones y familias organizaban tertulias y bailes, creando espacios de sociabilidad y alegría, en un ambiente de fiesta que trascendía lo puramente religioso, convirtiéndose en un elemento central de la identidad comunitaria, fortaleciendo los lazos sociales y el sentido de pertenencia.
El domingo, después de asistir a misa para rendir homenaje a la patrona de la localidad, la familia completa se congregaba alrededor de la mesa paterna para compartir un suculento almuerzo, consistente en asado al horno con papas, Füllsen, entre otras delicias que se cocinaban en el horno de barro. La sobremesa se prolongaba con bulliciosas conversaciones, en la que todos querían hablar con todos, compartiendo las novedades, luego de no verse durante meses o tal vez años, en la que no faltaba la música, el canto y el baile y a la hora de la merienda, se servía el tradicional Dünne Kuchen acompañado de mate o cerveza.
El lunes, la celebración continuaba con más eventos y actividades, culminando con la procesión al cementerio. Un final emotivo que honraba a los que ya no están, cerrando un ciclo de fiesta, fe y memoria.
La Kerb no es solo un evento; es una manifestación del alma del pueblo, una tradición que fortalece la identidad y el sentido de pertenencia de cada habitante de Pueblo Santa María.

Pueblo Santa María está ubicado en el Partido de Coronel Suárez, en el sudoeste de la Provincia de Buenos.

martes, 9 de septiembre de 2025

Un nuevo libro sobre los alemanes del Volga, lanzará el escritor Julio César Melchior este domingo en el marco de las fiestas patronales de Pueblo Santa María

 El escritor Julio César Melchior lanzará un nuevo libro, titulado "Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga", en el marco de los festejos de Kerb a llevarse a cabo el próximo domingo en Pueblo Santa María.

La obra, fruto de una exhaustiva investigación, se centra en la historia, cultura e idiosincrasia de las localidades fundadas por descendientes de alemanes del Volga, con un énfasis particular en las colonias alemanas del Distrito de Coronel Suárez. Melchior combina su riguroso conocimiento histórico con vivencias personales para ofrecer una perspectiva auténtica y única sobre el legado de estas comunidades.
El libro tiene como objetivo central reconstruir la vida cotidiana, las tradiciones y la organización comunitaria de estas localidades a través de una serie de relatos cuidadosamente seleccionados. La inclusión de testimonios directos de los protagonistas aporta una invaluable autenticidad a la narrativa, proporcionando una visión personal y profunda sobre su pasado.
Más que un libro, "Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga" es un pilar para la memoria colectiva. A través de los relatos de sus protagonistas, la obra no sólo rescata un fragmento de la historia local, sino que lo consolida como un legado cultural invaluable para las futuras generaciones.
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Te invitamos a ser parte del lanzamiento de "Hilando Recuerdos de los alemanes del Volga", el nuevo libro del escritor Julio César Melchior, que se llevará a cabo el próximo domingo, en un stand instalado sobre la Avenida 11 de Mayo, en el marco de los festejos de Kerb de Pueblo Santa María.
Es una oportunidad única para adquirir una obra que no solo narra la historia, cultura, tradiciones y costumbres de los alemanes del Volga, sino que la convierte en un valioso legado que honra las raíces de las colonias alemanas de Coronel Suárez.
¡Te esperamos!

María Rosa Silva Streitenberger                    -                  María Claudia Melchior

miércoles, 27 de agosto de 2025

Se cumplen 84 años de la deportación y el genocidio de los alemanes del Volga

 La tragedia se desató con la invasión de la Unión Soviética por parte de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el 28 de agosto de 1941, Stalin emitió un decreto que acusaba a la población alemana del Volga de ser "espías y saboteadores" potenciales. Una calumnia infundada que justificó una deportación masiva y, en la práctica, un genocidio. Miles y miles de familias fueron enviadas a los rincones más hostiles y remotos del imperio soviético, como Siberia y Asia Central, en una condena en los campos de trabajo forzado, a la esclavitud y a la muerte por las durísimas condiciones de vida.

 Para entender la magnitud de esta tragedia, es fundamental contextualizarla en la historia de la Rusia zarista y, posteriormente, de la Unión Soviética.
A mediados del siglo XVIII, el vasto territorio del bajo Volga estaba escasamente poblado. La emperatriz Catalina la Grande, de origen alemán, vio en los colonos de su tierra natal la solución para poblar la región, modernizar la agricultura y proteger la frontera sur del Imperio Ruso. En 1763, emitió un manifiesto invitando a los alemanes a establecerse en estas tierras, ofreciéndoles importantes privilegios: exención del servicio militar, libertad de culto, autogobierno local y la promesa de tierras para siempre.
Cientos de miles de alemanes, principalmente de regiones empobrecidas que conforman los estados de Hesse, Renania-Palatinado, Baden-Wurtemberg y Baviera, y otras zonas del suroeste, aceptaron la oferta. Emigraron al Volga, donde fundaron ciento de colonias, y durante casi 150 años, vivieron relativamente aislados, preservando su idioma, costumbres y religión. Esta prosperidad y aislamiento, sin embargo, los haría vulnerables en el futuro.
El pacto con la corona rusa se rompió en 1871, cuando el zar Alejandro II revocó los privilegios, obligando a los alemanes del Volga a realizar el servicio militar. Esta fue una de las principales causas de la primera gran ola migratoria hacia América, con contingentes masivos que se dirigieron a Estados Unidos, Canadá, Brasil y Argentina, donde buscaron la libertad y las oportunidades que habían perdido.
Tras la Revolución Rusa de 1917, los alemanes del Volga lograron un reconocimiento oficial de su identidad cultural con la creación de la República Autónoma Socialista Soviética de los Alemanes del Volga en 1924. Durante este breve periodo, pudieron mantener sus escuelas, periódicos y tradiciones en su propio idioma, un logro significativo en el contexto soviético. Sin embargo, este respiro sería efímero.
La verdadera catástrofe se desató con la invasión de la Unión Soviética por parte de la Alemania nazi en junio de 1941. El 28 de agosto de 1941, Stalin emitió un decreto infame que acusaba a la población alemana del Volga de ser "espías y saboteadores" potenciales. La excusa, que no tenía ningún fundamento, sirvió para justificar la disolución de la República Autónoma y la deportación total de su población.
Las aldeas fueron arrasadas y sus habitantes, en su mayoría mujeres, niños y ancianos, fueron arrancados de sus hogares de forma brutal y hacinados en vagones de ganado. Era una condena a la esclavitud en los campos de trabajo forzado y asentamientos remotos en las regiones más hostiles de la Unión Soviética, como Siberia, los Urales y Kazajistán.
Las condiciones eran tan inhumanas que muchos murieron en el trayecto y sus cuerpos fueron simplemente arrojados en el camino.
En los lugares de destino, la tragedia continuó. Los hombres jóvenes fueron separados de sus familias para ser enviados a los "Ejércitos de Trabajo", donde las condiciones eran equivalentes a las de los gulags. Las familias que quedaron atrás vivieron en la miseria, sin alimentos ni refugio adecuados, lo que provocó una tasa de mortalidad alarmante. Las consecuencias de esta deportación masiva y el trato inhumano que sufrieron son la razón por la que se habla de un genocidio.
Los alemanes del Volga, acostumbrados a la vida en las aldeas agrícolas, fueron forzados a realizar trabajos extenuantes en minas, aserraderos y la construcción de vías férreas. La jornada laboral se extendía por 12 o 14 horas, a menudo a la intemperie y bajo temperaturas extremas que podían bajar hasta los -50 °C en invierno.
La alimentación era insuficiente, con raciones de pan duro y sopa de agua con escasos vegetales, lo que provocaba una desnutrición generalizada. Muchos se veían obligados a comer lo que encontraban, como corteza de árbol o bayas silvestres. Los alojamientos eran barracones sin calefacción, atestados de personas y plagados de piojos y enfermedades como el tifus y la disentería. La falta de medicinas y atención médica hacía que cualquier enfermedad, por simple que fuera, se convirtiera en una sentencia de muerte.
El trato por parte de los guardias era brutal. Se utilizaban castigos físicos y humillaciones constantes para mantener a los prisioneros bajo control. Los que caían exhaustos por el trabajo o la enfermedad eran considerados "saboteadores" y a menudo eran ejecutados o dejados morir.
 La tasa de mortalidad fue altísima, con cifras que superan las decenas de miles de víctimas. Los que sobrevivieron, al final de la guerra en 1945, no pudieron regresar a sus hogares. El decreto de Stalin, que los acusaba de "colaboracionismo", seguía vigente, y  tuvieron que permanecer en el exilio interno, bajo la condición de "exiliados especiales" sin derechos civiles.
La deportación no solo destruyó la vida de miles de alemanes del Volga, sino que también dejó una profunda herida en la memoria colectiva de esta comunidad. La experiencia del trabajo forzado en Siberia y la posterior marginación se convirtieron en un pilar de su identidad, un recordatorio de la fragilidad de la vida y la importancia de la resiliencia en los momentos más oscuros. (Autor: Julio César Melchior)

miércoles, 20 de agosto de 2025

El inolvidable amor de nuestras madres

 Algunos reciben herencias materiales, pero el mayor legado que mi madre me entregó fue algo invisible y eterno. Ella me dio todo lo que ella no tuvo y más, no en forma de objetos, sino en la incalculable riqueza de un universo de colores y un corazón que rebosaba de amor. Me dio el habla alemana, las tradiciones de una vida y la fe que la sostuvo.
El mayor regalo que me dio fue el de la historia y la tradición. A través de sus relatos, no solo me enseñó a hablar alemán, sino que me hizo sentir la cadencia de una lengua que esconde siglos de memoria. En sus palabras, las costumbres cotidianas no eran simples rutinas, sino el eco de sus propios padres y abuelos. Eran las recetas de la abuela, los cantos al atardecer, la disciplina en el trabajo y la fortaleza inquebrantable de la familia como pilar de todo.
Este legado cultural es la brújula que ha guiado mi vida. Me inculcó un profundo respeto por la palabra y por los mayores, una adhesión inquebrantable a los valores que dan forma al carácter. El trabajo no era solo una obligación, sino una forma de dignificar la vida, de honrar lo que se tiene. Y, por encima de todo, me transmitió una fe en Dios que no se limita a un rito, sino que es una fuente de esperanza y consuelo frente a cualquier adversidad.
Mi madre no solo me dio un pasado con estas tradiciones; me ayudó a construir mi presente, ladrillo a ladrillo, con cada consejo y cada abrazo. Me dio las herramientas para forjar mi propio futuro, no como un destino predefinido, sino como un camino a recorrer con propósito y convicción. Me dio todo, absolutamente todo.
Es por eso que estas palabras intentan, de manera imperfecta, capturar la magnitud de su don. Es por eso que mi amor por ella es incondicional y mi recuerdo, eterno.

jueves, 14 de agosto de 2025

El gallinero de la abuela

 El gallinero de la abuela no era solo una estructura más al fondo del patio; era el corazón latente de la vida de los alemanes del Volga en tiempos difíciles. Allí, entre el cacareo de las gallinas, el graznido de los patos y el paso ceremonioso de los gansos, se gestaba la subsistencia de la familia.
Este espacio, humilde pero vital, era una fuente inagotable de huevos, imprescindibles para amasar los alimentos tradicionales que tanto añoraban y valoraban nuestros ancestros. ¿Qué sería de los domingos sin esos fideos caseros estirados con paciencia infinita, o sin los reconfortantes Wickel Nudel o Wickel Kleis que calentaban el alma en los inviernos crudos? Cada huevo era una promesa de sabor, un ingrediente fundamental para mantener viva la herencia culinaria que los unía a su tierra de origen.
Pero la función del gallinero iba más allá de la mera gastronomía. Cuando la vida se volvía particularmente difícil, y la escasez golpeaba las puertas, las aves ofrecían su carne como una valiosa fuente de alimento. No era una decisión ligera; cada animal representaba un esfuerzo y un cuidado, pero su sacrificio aseguraba que la familia tuviera algo en la mesa. Era una demostración de la resiliencia y la capacidad de adaptación de estos colonos, que supieron transformar la adversidad en oportunidad, aprovechando cada recurso con ingenio y gratitud.
El gallinero era también un espacio de aprendizaje y de transmisión de costumbres y tradiciones. Los niños crecían observando a la abuela, aprendiendo a recoger los huevos con delicadeza, a alimentar a las aves, y a entender el ciclo de la vida y la muerte en el campo. Estas vivencias cotidianas forjaron el carácter de generaciones, inculcando valores como el trabajo duro, la autosuficiencia y el profundo respeto por la tierra y sus frutos. Así, entre el aleteo y el canto de las aves, se tejía gran parte de la historia y la cultura de los alemanes del Volga en Argentina.

viernes, 8 de agosto de 2025

Las alpargatas agujereadas

 En otros tiempos, ver a un niño, o incluso a un adulto, usando alpargatas gastadas o con algún que otro agujero no era algo tan raro. No había vergüenza en que el dedo gordo del pie asomara o que la suela estuviera rota. De hecho, era una señal de que la vida era difícil y que se hacía todo lo posible para que las cosas duraran.
En esos días, cuando el dinero no abundaba, la gente usaba su ingenio para hacer que todo durara. Era frecuente ver cómo los más humildes le ponían un trozo de papel de diario o un cartón a la suela de las alpargatas para darles un poco más de vida útil.
Eran tiempos más duros, sí, pero también estaban cimentados en valores más profundos que el estatus social o las posesiones. La dignidad, el respeto, la educación, el valor de la palabra, la solidaridad y la honestidad eran las verdaderas riquezas de una persona.

lunes, 21 de julio de 2025

A 262 años del Manifiesto que forjó el destino del pueblo de los alemanes del Volga

 Un 22 de julio, pero de 1763, la emperatriz Catalina II de Rusia firmó un documento que cambiaría el mapa humano de dos continentes. A 262 años de aquel histórico Manifiesto, conmemoramos no solo un edicto imperial, sino el punto de partida de la increíble odisea de los alemanes del Volga, una historia de migración, resiliencia y arraigo cultural cuyo eco resuena con especial fuerza en nuestras pampas argentinas.

 Hace más de dos siglos y medio, el Manifiesto de Catalina la Grande se erigió como un faro de esperanza. Ofrecía tierras fértiles a orillas del Volga y, más importante aún, prometía libertad. Libertad para practicar la propia fe, para hablar el propio idioma, para gobernarse en comunidad y para estar exentos de las levas militares que desangraban a una Europa devastada por la guerra. Para miles de familias del Sacro Imperio Romano Germánico, sumidas en la precariedad, fue una invitación imposible de rechazar.
Aceptaron emigrar cansados de soportar los frecuentes conflictos políticos, sociales y religiosos, en los que se veían envueltos a causa de la dinámica de las decisiones que tomaban los príncipes y reyes imperiales, a los que estaban obligados a servir y después de sobrevivir a las guerras de los Cien Años (que en realidad se prolongó durante 116 años, entre 1337-1453), la guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la guerra de los Siete Años (1756-1763), que habían devastado los territorios, arrasando cosechas y alimentos, y dejaban el campo sembrado de hambrunas, enfermedades, pestes, muerte y sin gente joven para comenzar de nuevo.
Así comenzó el primer gran viaje. Hombres y mujeres dejaron todo atrás para labrar un futuro en las estepas rusas. Allí, durante más de un siglo, construyeron una identidad única. No eran ya sólo alemanes, ni se sentían completamente rusos; eran los Wolgadeutsche, un pueblo que conservó con celo su dialecto, sus tradiciones, sus valores de trabajo y su profundo sentido de comunidad. En sus aldeas, la vida transcurría como un eco de la patria lejana, un testamento a su inquebrantable cohesión cultural.
En los primeros diez años partieron del Sacro Imperio Romano Germánico alrededor de 30.000 personas sobreviviendo apenas unas 23.000, como consecuencia de las peripecias que tuvieron que afrontar durante el viaje y lo difícil que fueron los comienzos en tierras rusas, para colonizar los campos inhóspitos, desolados y lejos de las grandes urbes, rodeados de siervos analfabetos, y utilizados como barrera de contención para mantener controlados a las tribus salvajes que asolaban la región, a pura violación y matanzas. Un detalle que omitió mencionar Catalina II en el Manifiesto de Colonización.
A pesar de todo eso, los colonos supieron sobreponerse y con sacrificio, esfuerzo y trabajo, más un hondo sentido del deber y una profunda fe en Dios y en sus valores culturales, consiguieron salir adelante. Labraron la tierra y en cien años transformaron la zona en una región productora de trigo, una extensión que alcanzó una amplitud mayor a la Suiza actual. Continuaron fundando aldeas y colonias que aportaron mayor progreso y crecimiento, extendiendo las actividades hacia otros sistemas productivos además del agropecuario.
Sin embargo, la historia les deparaba un segundo éxodo. Porque un día su situación cambió radicalmente, cuando en 1871 el gobierno ruso les informó que el Manifiesto quedaba anulado, que todo lo que se estipulaba en él quedaba revocado, y empeoró aún más cuando se obligó a todos los jóvenes de 20 años a servir en el ejército a lo largo de seis años. Lo que en pocas palabras significaba perder, además de las concesiones que otorgaba el Manifiesto, la identidad cultural. Algo que ellos no deseaban.
Cuando la sombra de la rusificación amenazó su identidad, los alemanes del Volga volvieron a mirar hacia el horizonte. Y con el mismo espíritu pionero de sus antepasados, emprendieron una nueva migración, esta vez hacia América.
Y es así, como a fines del siglo XIX y principios del XX, miles de estas familias desembarcaron en Argentina, atraídas por la promesa de tierra y libertad en un país nuevo. Se asentaron en las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y La Pampa, entre varias otras, transformando el paisaje con el mismo tesón que antes habían demostrado a orillas del Volga. Fundaron aldeas que aún hoy llevan nombres que evocan su origen y llenaron los campos de trigo, trayendo consigo el arado y la fe.
Hoy, al recordar aquel 22 de julio de 1763, no solo rememoramos un hecho histórico lejano. Celebramos el legado imborrable de aquellos inmigrantes. Un legado visible en los apellidos que son parte de la identidad argentina, en las tradiciones que enriquecen su cultura y, sobre todo, en el espíritu de resiliencia que demostraron.
El Manifiesto de Catalina fue la chispa, pero fueron la fe, el trabajo y la unidad de los alemanes del Volga los que mantuvieron la llama encendida a través de generaciones. Su viaje, que comenzó hace 262 años, es un poderoso recordatorio de que las raíces de un pueblo no están solo en la tierra de la que parten, sino en la comunidad y los valores que llevan consigo, dondequiera que el destino los lleve.

domingo, 13 de julio de 2025

La educación de la abuela

Libro que rescata la vida cotidiana, 
con sus costumbres y tradiciones,
de las mujeres alemanas del Volga.

 Mi abuela me contó un día que su educación no fue en una escuela con cuadernos y pizarrón, sino dentro de las cuatro paredes de su casa. Desde muy chica, su destino era ser la encargada de las tareas domésticas y el cuidado de sus hermanos menores, un rol que no daba tregua.
Describía con detalle cómo se desenvolvía en esas jornadas interminables. El ritual de lavar la ropa, por ejemplo, era una odisea: no había lavarropas, solo un fuentón grande de chapa de agua fría y una tabla de lavar rugosa. "Mis manos se ponían rojas, casi moradas del frío y de tanto frotar", recordaba, simulando el movimiento con sus viejas manos. "Había que restregar cada prenda, los pantalones de mi papá llenos de barro y grasa del campo, las camisas de los hermanos… y después escurrir con toda la fuerza para que secaran más rápido".
Y lo más impactante es que cada gota de agua que usaba para todo eso no venía de una canilla: "Toda el agua había que sacarla de la bomba del patio, balde a balde", decía, haciendo un gesto de bombeo. "Si no sacaba yo el agua, no había para lavar, ni para cocinar, ni para beber".
"Mientras la ropa se secaba al sol, yo estaba en la cocina, con una olla en el fuego", relataba. Era común que, mientras revolvía un guiso, tuviera a uno de sus hermanos en la cadera o al más pequeño gateando a sus pies. No había tiempo para el ocio. Además de todas esas labores, también ayudaba a sus padres en la huerta familiar, donde aprendió a distinguir las malezas de los brotes y a cosechar lo que luego sería el alimento de la mesa. Y no menos importante, pero quizás menos agradable, era la tarea de limpiar el gallinero, una labor rústica pero esencial para mantener a las aves sanas y asegurar los huevos del día.
En aquella época, la división de tareas entre hombres y mujeres era muy marcada. Los hombres se dedicaban casi exclusivamente a las labores del campo, como arar, sembrar, cuidar el ganado y todo lo que implicaba el trabajo fuera del hogar para proveer el sustento principal. Mientras tanto, las mujeres como mi abuela cargaban sobre sus hombros con la totalidad de las tareas domésticas y el cuidado familiar.
Además, había una diferencia fundamental que marcaba el destino: las mujeres, en la mayoría de los casos, no concurrían a la escuela. La educación formal estaba reservada principalmente para los varones, o era un privilegio al que solo accedían algunas familias. Mi abuela, al igual que muchas de su generación, aprendió a leer y escribir lo poco que pudo en casa, o no lo hizo en absoluto. Su tiempo y energía estaban completamente dedicados a las responsabilidades del hogar y la familia, perpetuando un ciclo de trabajo y dedicación que, aunque esencial para la supervivencia, limitaba severamente sus oportunidades y horizontes. Su vida fue un testimonio vivo de cómo las mujeres eran el pilar de la familia en condiciones que hoy nos parecerían impensables.

sábado, 5 de julio de 2025

La inolvidable casa de adobe de la abuela

 La casa de la abuela en la aldea no era una casa cualquiera; era un pedacito de tiempo detenido, anclado en el corazón de un pequeño pueblo donde el asfalto no existía y el aire olía a tierra mojada y leña quemada. Se alzaba, humilde pero sólida, en el medio de la pampa argentina, con el río murmurando su canción eterna a lo lejos y las montañas custodiando su espalda.
Sus paredes, de un blanco encalado que el sol había acariciado por décadas, guardaban historias de generaciones. Los techos cubiertos de paja parecían sonreír bajo la lluvia, prometiendo refugio y calidez. Y la puerta de madera, gastada por el roce de innumerables manos, era una invitación silenciosa a un mundo de paz.
En la cocina, con su gran mesa de madera y la vieja cocina a leña siempre encendida, la abuela, con su pañuelo en la cabeza y sus ojos chispeantes, amasaba el pan que sabía a infancia, preparaba comidas tradicionales que reconfortaban el alma mientras le contaba al abuelo las novedades del pueblo. El aroma a pan recién horneado y a verduras y especias frescas era el perfume constante de la casa.
Pero el verdadero tesoro de la casa era su patio trasero. Un oasis verde donde el tiempo se diluía. Unos árboles frutales ofrecían sombra generosa, y una bomba de agua fría, con su balde de hierro, era el secreto de los veranos más refrescantes. Allí, abuela cultivaba su pequeña huerta: tomates jugosos, pimientos brillantes y flores silvestres que atraían a las mariposas. Era el lugar donde los nietos aprendían a diferenciar una maleza de una planta útil, y a respetar los ciclos de la naturaleza.
Con cada visita, la aldea y la casa se grababan más profundo en el alma. La gente del pueblo, los sonidos de sus calles, el canto de los gallos al amanecer, las conversaciones tranquilas de las mujeres que compraban carne junto al carro del carnicero. Todo era parte de ese universo particular que era la casa de la abuela en la aldea.
Hoy, incluso cuando la abuela ya no está y la casa ha cambiado de manos, el recuerdo de ese lugar permanece intacto. Es un eco en la memoria, una sensación de arraigo y pertenencia. Es la imagen de un refugio donde la simplicidad era la mayor de las riquezas, y el amor, el cimiento más fuerte.

sábado, 28 de junio de 2025

Se cumplen 261 años de la fundación de la primera aldea alemana en el Volga en el Imperio Ruso

 El 29 de junio, los descendientes de alemanes del Volga conmemoran el 261 aniversario de la fundación de la primera aldea alemana en la vasta estepa del río Volga, un acontecimiento que marcó el inicio de una colonización que modificaría para siempre el destino de miles de familias cuyos descendientes, más de 100 años después, migraron a la Argentina.

 Para comprender la magnitud de esta conmemoración, es esencial transportarse a una Europa asolada por conflictos interminables. Las guerras, como la Guerra de los Cien Años (1337-1453), la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763), habían dejado los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico devastados por la miseria, la pobreza y la muerte. Los campos estaban yermos, sin jóvenes para cultivarlos, y la desesperanza reinaba en un continente sumido en la inestabilidad política y social.
Fue en este contexto desolador que cientos de familias alemanas tomaron la difícil decisión de migrar al Imperio Ruso. Enfrentaron un viaje extenuante, cruzando enormes distancias en precarios buques, carros y a pie, soportando climas hostiles, nieves y fríos extremos. Una vez iniciada la marcha, no había vuelta atrás. En esta travesía de valentía y resiliencia, un grupo de migrantes fundó el 29 de junio de 1764 la primera aldea en las cercanías del río Volga. En esa estepa desolada, donde todo estaba por hacerse, comenzaron a forjar una nueva sociedad. Fundaron aldeas, construyeron iglesias y levantaron escuelas, transformando un páramo en un vergel y dejando una huella imborrable en la historia. Más de cien años después, esta misma historia de perseverancia sería continuada por sus descendientes en la República Argentina.

Un viaje hacia un nuevo horizonte

La epopeya de los alemanes del Volga comenzó en 1763, cuando un grupo de familias, respondiendo al Manifiesto de Catalina II La Grande, partieron principalmente de los actuales estados alemanes de Hesse, Renania-Palatinado, Baden-Wurtemberg y Baviera. Su destino: colonizar las tierras del bajo Volga.
Embarcaron en el puerto de Lübeck, navegando por el Mar Báltico rumbo a Oranienbaum, Rusia, para finalmente dirigirse a San Petersburgo. Allí se toparon con la primera decepción: a pesar de sus diversas profesiones de origen (había farmacéuticos, médicos, abogados, ingenieros, maestros, zapateros, herreros, panaderos), se les informó que todos debían dedicarse a la agricultura y rendir fidelidad a la Corona. Desde San Petersburgo, la comitiva continuó su arduo viaje hacia el bajo Volga, buscando un nuevo horizonte para escapar de los conflictos religiosos y las incesantes guerras que habían diezmado sus tierras de origen, dejando un rastro de cosechas arrasadas, hambrunas, enfermedades y muerte.
En los primeros diez años de esta migración, unas 30.000 personas partieron de la actual Alemania. Sin embargo, como consecuencia de las inhumanas peripecias del viaje, sólo alrededor de 23.000 lograron llegar a su destino. El resto encontró su tumba bajo una cruz de madera y una cubierta de nieve, víctimas del frío, el hambre y las enfermedades.
El viaje completo, desde su tierra natal en el Sacro Imperio Romano Germánico hasta la "tierra prometida" en la región del bajo Volga, duró aproximadamente un año. Pero una vez allí, les aguardaba una desagradable sorpresa. Catalina II no solo los había elegido para colonizar campos inhóspitos y desolados, lejos de las grandes urbes y rodeados de siervos analfabetos, sino también para servir como una barrera humana de contención contra las tribus nómades que asolaban la región.
Fue en este contexto de desafíos y promesas incumplidas que, el 29 de junio de 1764, fundaron la primera aldea: Dobrinka. Este acto de fundación, que hoy se conmemora, fue el punto de partida de una historia de tenacidad y progreso, una historia que, más de un siglo después, sería continuada por sus descendientes en la Argentina (Julio César Melchior).

lunes, 9 de junio de 2025

El inolvidable hule de la abuela

La fotografía es meramente ilustrativa y es de: mistermotley.nl
 El hule de la mesa de la abuela era mucho más que una protección para la madera. Era un símbolo de hogar, de tradición, de las comidas ricas y del cariño incondicional. Era un pedacito de historia familiar que seguramente todos recordamos.
Ese hule con flores grandes y coloridas, o un patrón geométrico, o incluso un estampado de frutas que ya ni se ven. Recordar ese diseño es como una huella dactilar de la cocina de la abuela, algo que nos transporta directamente al pasado.
Allí compartimos desayunos apurados antes de la escuela hasta largas sobremesas después de un almuerzo los domingos. A veces, con restos de manchas de café, restos de salsa, migas de pan y quizás hasta alguna que otra lágrima o risa.
Sobre ese hule no solamente se comía sino que también se jugaba a las cartas, se hacían las tareas, se charlaba mientras se preparaba la comida.
Era tan fácil de limpiar con un trapo húmedo, resistente a las manchas y a los líquidos derramados, algo fundamental en una cocina donde siempre había movimiento.
A lo largo de los años, el hule permanecía en su lugar, convirtiéndose en un elemento constante y familiar en el paisaje de la cocina. Verlo era como ver un viejo amigo, algo que siempre estaba ahí.

domingo, 25 de mayo de 2025

Las inolvidables abuelas de antes

 Las abuelas de antes eran un universo en sí mismas. Sus manos, curtidas por años de trabajo y caricias, contaban historias silenciosas de una vida dedicada a la familia. No conocían el apuro de hoy, sus días se tejían con los ritmos lentos de la naturaleza y las necesidades del hogar. Eran maestras en el arte de la paciencia, capaces de pasar horas hilvanando lana o preparando conservas con una parsimonia que hoy nos resulta casi exótica.
Recuerdo a la abuela Mercedes, siempre con una sonrisa dulce y una sabiduría ancestral brillando en sus ojos. Ella no tenía estudios formales, pero su conocimiento de las hierbas medicinales y los remedios caseros parecía infinito. Ante una dolencia, su consejo era siempre el primer recurso, transmitido de generación en generación, un legado de conexión profunda con la tierra.
Las abuelas de antes eran mujeres fuertes, forjadas en tiempos difíciles. Muchas habían vivido carencias, habían criado hijos en medio de la incertidumbre, pero su espíritu permanecía intacto. Poseían una resiliencia admirable, una capacidad para encontrar la belleza en las pequeñas cosas y para transmitir una profunda fe en la vida.
Sus consejos, aunque a veces envueltos en refranes antiguos, siempre llegaban al corazón, sembrando semillas de bondad y sentido común.
El mundo ha cambiado vertiginosamente desde aquellos años. Las abuelas de hoy viven realidades diferentes, pero el eco de esas mujeres inolvidables perdura en nuestras familias. Nos legaron valores imborrables: la importancia de los lazos familiares, el valor del trabajo honesto, la calidez de un hogar hecho con amor y la sabiduría que solo los años y la experiencia pueden ofrecer.
Quizás ya no veamos a menudo las manos hilvanando lana o las cocinas a leña humeando lentamente, pero el espíritu de esas abuelas de antes vive en cada gesto de cariño, en cada receta transmitida, en cada historia familiar contada. Su recuerdo es un tesoro invaluable, un faro que ilumina nuestro presente y nos recuerda la belleza de un mundo más pausado, más humano, donde el amor de una abuela era el ingrediente secreto de una vida plena. Y por eso, siempre serán inolvidables.

lunes, 19 de mayo de 2025

Se lanzó la quinta edición del libro “La vida privada de la mujer alemana del Volga” del escritor Julio César Melchior

 “La vida privada de la mujer alemana del Volga” es un estudio que trasciende los límites de la mera crónica histórica para adentrarse en las dimensiones filosóficas y sociológicas de la vida de las mujeres de esta colectividad a través de testimonios directos y reveladores.

Un libro que indaga en los espacios de la vida cotidiana de las mujeres alemanas del Volga, profundizando en el universo privado y social en el que tuvieron que desarrollar sus vidas, encerradas en un marco en el que los hombre tenían el poder y el control y eran el centro alrededor de cuya autoridad giraban las premisas de la ética y la moral, las costumbres y las tradiciones, un espacio en el que las mujeres eran consideradas meras actrices secundarias, muchas veces sin margen para ejercer la voluntad y los deseos propios. Permanentemente interpeladas y con la única misión de interpretar el papel de hijas, esposas, madres y abuelas y, en cada caso, ser ejemplo de virtud. Siempre inmaculadas y puras. Siempre amenazadas con el escarnio familiar y público y a ser condenadas al aislamiento social.
A través de testimonios directos y reveladores, el libro “La vida privada de la mujer alemana del Volga” ilumina los senderos recorridos por estas mujeres en la construcción de su identidad personal y de género, para comprender el porqué de sus comportamientos, actitudes y formas de ver y encarar la vida que tuvieron no solamente en el pasado, sino también en la actualidad y, por qué no decirlo, permite comprender mejor la idiosincrasia de las sociedades alemanas del Volga en su conjunto, puestas de manifiesto en cada una de sus colonias y aldeas fundadas a lo largo y ancho no sólo de la Argentina sino de todos los países de América adónde emigraron para construir un presente mejor para ellos y un futuro venturoso para sus descendientes.

Para los que deseen adquirir un ejemplar del libro pueden escribir al correo electrónico  juliomelchior@hotmail.com o al WhatsApp 2926 461373.

sábado, 10 de mayo de 2025

¡Feliz cumpleaños, Pueblo Santa María!

 Cumple años la localidad donde nací. Un pueblo con estilo e identidad propia. Donde nos saludamos cuando nos cruzamos en la calle y conversamos cosas privadas y de la vida misma, cuando nos encontramos en la panadería o en la carnicería. Hablamos de todo y de todos. Porque todos nos conocemos desde el día que nacemos y todos nos preocupamos por todos. Nos ayudamos mutuamente, colaboramos cuando alguien nos necesita y siempre estamos dispuestos a poner el hombro. Somos un pueblo solidario y un pueblo que valora el trabajo y el esfuerzo familiar y en equipo. Sabemos que juntos, unidos, es más sencillo concretar proyectos que, a priori, parecen imposibles. Por eso somos un pueblo con grandes instituciones, grandes ediliciamente y también grandes en el número de personas y familias que participan de las actividades y que no escatiman esfuerzos cuando hay que trabajar y recaudar fondos para hacerlas mejorar y crecer. Instituciones culturales, educativas, deportivas y sociales que nos definen como comunidad. Todas con una dilatada trayectoria y un enorme prestigio construido a lo largo de años de exitosa actividad. Un prestigio que excede lo local e incluso lo regional.
Somos un pueblo de grandes personas y mejores familias. Un pueblo donde se valora la educación, el respeto, la honradez, el esfuerzo para crecer y el trabajo para progresar. Donde todavía podemos dormir con las puertas abiertas y nuestros hijos pueden jugar al fútbol en la calle. Donde todavía, también, se pueden oír a nuestras madres conversando en alemán, cuando se reúnen en la vereda para charlar y contarse las novedades del día, luego de barrer las hojas y dejar todo pulcramente limpio. O se puede escuchar a los hombres jugando a los naipes o a los Koser, contando chistes en la lengua de nuestros ancestros. Y también, como antaño, como siempre, en los atardeceres, se puede oír el sonido de algún acordeón. Ese mismo acordeón que aún anima fiestas familiares o se convierte en el centro de atracción de eventos multitudinarios.
Somos un pueblo que rescata y valora sus tradiciones y conserva sus costumbres. Un pueblo que le rinde homenaje a sus ancestros cotidianamente, siendo fiel al legado cultural que nos dejaron, y manteniendo vigentes las fiestas típicas, las comidas tradicionales y la lengua, que nos identifican como hijos de descendientes de alemanes del Volga.
Por todo ello, vaya un saludo fraterno a mi gente, a todas esas personas sencillas que trabajan a diario para mantener a sus familias, para educar a sus hijos, para hacerlos estudiar, para darles un futuro mejor; a toda esa gente que se esfuerza y trabaja con solidaridad para ayudar al prójimo; para toda esa gente que dedica tiempo y espacio no solo para integrar las comisiones que organizan eventos para recaudar fondos sino también a toda esa gente que participa de las actividades que se llevan a cabo con el objetivo de hacer crecer y progresar a esas mismas instituciones, siempre pensando en un fin comunitario y social.
Y también para toda esa gente que trabaja denodadamente en todos los ámbitos de la vida comunitaria, en la educación, en el servicio de salud, en los diferentes centros y talleres, en el deporte, en las actividades recreativas, y a todos aquellos que aportan su invalorable labor y tiempo, para rescatar, conservar y difundir nuestra historia y nuestra cultura.
Por todo ello, ¡feliz cumpleaños, Pueblo Santa María!
 
Pueblo Santa María está ubicado a 15 km de Coronel Suárez y fue fundado el 11 de mayo de 1887 por un grupo de 24 familias y una persona soltera que llegaron al país desde la aldea Kamenka, en la región del Volga, en el Imperio Ruso. Un grupo con una identidad bien definida, caracterizado por su lengua alemana, su fe en Dios, sus tradiciones culturales, su gastronomía y una sólida organización social comunitaria centrada en la familia y la vida en colonias agrícolas. Valores que sus descendientes conservan en la actualidad.

miércoles, 30 de abril de 2025

Pueblo San José celebra el fin de semana su fiesta Kerb pero… ¿Qué es una fiesta Kerb?

 Se denomina Kerb a la celebración comunitaria de carácter anual que se realiza en honor al santo patrono de una localidad, que se divide en dos fiestas bien definidas: una netamente religiosa, que se lleva a cabo el día en que se conmemora la entronización de la iglesia en honor al santo patrono, con misas, novenas y la procesión central, donde la imagen sagrada es paseada por las calles, en medio de oraciones y cánticos, en el caso de Pueblo San José el 1 de mayo día de San José Obrero; y la otra, que se desarrolla el fin de semana siguiente, con multitudinarios eventos sociales, y que antiguamente se iniciaba el jueves y concluía el lunes, en que se iba en procesión al cementerio a rendir homenaje a los colonos fallecidos. Las fiestas Kerb aunaban una profunda expresión religiosa con una vibrante celebración secular y festiva, que transformaba la vida cotidiana en una celebración colectiva. 

 A medida que la fecha se acercaba, las acti­vidades en las viviendas se multiplicaban por doquier. Las mujeres llevaban a cabo una infinidad de tareas, desde una limpieza y orden general en cada rincón de la casa, que las mantenían ocupadas trabajando durante semanas, hasta el amasado de una treintena de Dünne Kuchen que cocinaban en el horno de barro, generalmente el jueves antes del amanecer.
Entre estas tareas so­bresalen algunas que en sí mismas representan una curiosidad. Como el blanquear las paredes de las viviendas para embellecerlas e imprimirles un matiz más en­trañable y acogedor mediante la utilización de co­lores y texturas que sugieren la obediencia a un canon preestablecido por la tradición: las superficies de muros de las casas de adobe eran blanqueadas con cal viva apa­gada o, mejor aún, con el residuo del carburo cálci­co de los equipos de soldadura autógena. En las paredes interiores se ponía de manifiesto la gran creatividad de las abuelas alemanas del Volga, por­que para hacer más decorativo y alegre el ambien­te se tomaban ovillitos de lana destejida y se las mojaba en agua azul teñida con tintura para la ropa, y se las estam­paba sobre las paredes.
También se limpiaban y acondicionaban las vivien­das que poseían sus ladrillos exteriores a la vista, que pertenecían a familias más acomodadas: los techos de chapa se pintaban de co­lor rojo y las puertas, ventanas y pos­tigos de  verde, por lo que la imagen que ofrecían las colonias desde lejos eran las de unas pequeñas aldeas campesinas, de casitas muy blancas y techos rojos, agrupadas como un rebaño a la sombra de la torre de la igle­sia en la ondulante sinfonía de verdes, azules y amarillos de la campiña pampeana en primavera, que hacía recordar a una vieja estampa europea.
Con el correr de los días, y a una semana de los festejos, que generalmente solían empezar los jueves y concluía los lunes, las aldeas paulatinamente multiplicaban su población, ya que comenzaban a llegar familiares de diversos rincones del país adonde habían emigrado en busca de trabajo. Siendo esta una de las pocas ocasiones, sino la única, en que todos se volvían a reunir en la casa donde nacieron.
Los había que llegaban en tren, otros en carros tirados por caballos, haciendo un recorrido de cientos de kilómetros, en viajes que podían llegar a prolongarse hasta dos días, cargando bultos de ropa, frazadas y mantas y, por supuesto, alimentos (corderos, lechones, chorizos, entre otros) para colaborar en la economía hogareña mientras durara su estadía.
Al igual que en los hogares, el espíritu festivo transformaba la aldea. La iglesia se vestía de fiesta, con grandes y vistosos arreglos florales en el altar, que se cubría con manteles más elaborados, en los púlpitos y en otros lugares destacados del templo, se encendían más velas que las habituales y se colocaban estandartes y guirnaldas.
Lo mismo sucedía en las escuelas parroquiales donde las hermanas religiosas se esmeraban por adornar las aulas, los pasillos y los patios con banderines de colores y organizaban todo tipo de eventos, desde quermeses hasta obras de teatro. 
Las calles se engalanaban con adornos coloridos, mientras la música resonaba en el ambiente, desde grabaciones nostálgicas hasta las actuaciones en vivo de orquestas. Las instituciones y familias organizaban tertulias y bailes, creando espacios de sociabilidad y alegría, en un ambiente de fiesta que trascendía lo puramente religioso, convirtiéndose en un elemento central de la identidad comunitaria, fortaleciendo los lazos sociales y el sentido de pertenencia.
El domingo, después de asistir a misa para rendir homenaje al Santo Patrono, la familia completa se congregaba alrededor de la mesa paterna para compartir un suculento almuerzo, consistente en asado al horno con papas, Füllsen, entre otras delicias que se cocinaban en el horno de barro. La sobremesa se prolongaba con bulliciosas conversaciones, en la que todos querían hablar con todos, compartiendo las novedades, luego de no verse durante meses o tal vez años, en la que no faltaba la música, el canto y el baile y a la hora de la merienda, se servía el tradicional Dünne Kuchen acompañado de mate o cerveza. 
Los lunes, que eran feriados, por la mañana los feligreses iban en procesión al cementerio a rendir homenaje a los habitantes fallecidos, y por la tarde continuaban la kermesse y otros eventos organizados para ese día, como la tertulia que comenzaba al atardecer, poniendo así punto final a las fiestas Kerb.

Pueblo San José está ubicado en el partido de Coronel Suárez, en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires. Las fotografías que acompañan la historia son gentileza de Oscar Ferreyra
 




Julio César Melchior lleva más de 30 años dedicados a rescatar, revalorizar y difundir la historia y cultura de los alemanes del Volga. En la actualidad tiene disponibles tres títulos sobre los alemanes del Volga: “Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga”, en el que rescata la historia y las antiguas tradiciones y costumbres de los pueblos alemanes, “La infancia de los alemanes del Volga”, en el que reconstruye cómo era la niñez en las colonias, y “La gastronomía de los alemanes del Volga”, en el que rescata más de 150 recetas tradicionales. Para adquirir los libros pueden comunicarse a juliomelchior@hotmail.com o al WhatsApp 2926 461373. También pueden visitar su blog: www.hilandorecuerdos.blogspot