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¡Cuánto daño podía causar un rumor o un chisme! Sin embargo, más de una vez servía como control social o era utilizado como un medio al cual que recurrían las "autoridades" para mantener el orden social y moral.
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Los
habitantes de la localidad eran descendientes de inmigrantes alemanes, que
llegaron al país con una cohesión social firme, basada en dogmas religiosos,
que tenían su raíz en tradiciones y costumbres milenarias, cuyos rastros se
perdían en la noche de la Edad Media. También una historia común de lucha, esfuerzo y superación. Un pasado de aldea en
la mítica Europa y la noble Rusia zarista, de los siervos incultos y los
rebeldes cosacos. Habían emigrado dos veces. Primero de Alemania, su tierra
natal, la que jamás olvidaron. Y luego de Rusia. País que dejaron sin llevarse
nada. Porque nada asimilaron. Ni siquiera el idioma.
Cuando
llegaron a la indómita pampa Argentina, a finales del siglo XIX, lo primero que
hicieron fue levantar una cruz. Dios estaba por delante de todo. Después recién
pensaban en ellos. El cuerpo podía esperar; el alma no. Así surgieron
majestuosas iglesias, con altares de mármol de carrara y cálices de oro en el
centro de pequeñas localidades. Grandes escuelas parroquiales. Y sacerdotes y monjas inquisidoras que
velaban por la moral, la ética y el buen comportamiento social. El cura predicaba
aprovechándose del sacramento de la confesión para enterarse de lo que sucedía
y de lo que no pasaba también. Mentirle al sacerdote significaba arder
eternamente en el infierno por lo que a nadie se le hubiese ocurrido pensarlo
siquiera. Como tampoco no ir a confesarse. Era una obligación moral y un dogma
de fe sagrado el ir a contarle todo al santo hombre de la iglesia.
Y
el hombre de negro, con su sotana al viento, lo sabía todo. Era el comisario,
el juez, el intendente. En una palabra, era Dios. Dios y todos los apóstoles
juntos. Porque no había tema, no había asunto, ni público, ni privado, dónde su
autoridad fuera apelable o siquiera pasible de opinión. Era la voz de Dios en
la tierra. Y la conciencia de todos los hombres y mujeres, niños y niñas
incluidos. Porque todo el mundo se confesaba.
Cuando
en el secreto inviolable de su confesionario, el cura se enteraba que alguna
mujer había dado el mal paso, él la condenaba a rezar treinta rosarios, veinte
avemarías, dieciocho padrenuestros y una semana de ayuno, sin carne ni pan. Y
si esto no alcanzaba para mitigar los deseos insanos de la oveja descarriada,
ponía en marcha una argucia que nunca le fallaba. Echaba a correr el rumor:
“María engaña a su marido, se acuesta con Juan”. Porque sabía que las quince
viejas que se pasaban el día en la iglesia rezando para que no llegara el fin
de la creación, enseguida iban a poner en marcha el andamiaje del control social
y moral. A partir de saber la novedad, no solamente se la pasarían una a otra,
sino que la desparramarían por todo el pueblo, y después se las ingeniarían
para espiar a María y a Juan, haciéndoles notar que algo sabían y que con su
proceder innoble estaban mancillando el buen nombre de la localidad. Y la pobre
María terminaría por encerrar en cuatro paredes, y ocho llaves de castidad, sus
deseos e impulsos sexuales, al igual que Juan, so pena ser desterrados a vivir
apartados de aquellos santos varones y señoras de alcurnia, que tenían la
frente limpia y el nombre sin mácula.
Pero
hete aquí, que un día sucedió algo inaudito. El sacerdote se enteró en el
confesionario que estaba corriendo por la vecindad un rumor que lo afectaba a
él y a su buen nombre. Se decía que el cura se acostaba con la viuda Elisa. Por
eso iba todas las semanas a visitarla y a llevarle la comunión. Y que era
mentira que ella no podía salir de su casa porque estaba deprimida por la
muerte de su marido.
Indignado,
en la primera misa que ofició, el cura se encaramó en el púlpito, y en su
sermón fustigó a su rebaño por hablar mal de ese pobre apóstol de la iglesia, que
era él, ese hombre que renunció a las riquezas y bienes materiales para servirlos
a ellos con humildad y entrega absoluta. Justamente a ellos, persistentes
pecadores. ¿Y así le pagaban? ¿De esa manera tan atroz? ¿Tan diabólica?
–preguntó a los gritos.
Sin
embargo, transcurrido un mes, el cura hizo su valija. El obispo le notificó en
una carta que, dado los rumores, era mejor que se marchara del pueblo. Su
credibilidad había caído hasta abismos inverosímiles y esto le causaba mucho
daño a la imagen de la Santa Madre Iglesia. Por supuesto que el obispo, otro
santo varón, no lo iba a abandonar porque unos innobles pecadores mancillaran
su buen nombre. Ya lo había designado a otra parroquia.
Antes de marcharse
definitivamente del lugar, el cura pasó por casa de la viuda Elisa, a
confesarla por última vez.